El 17 de octubre del año 1945, yo tenía 7 años. Vivíamos en el conventillo de Barracas, en la calle Salon 551. En la parte de arriba del inquilinato, estaba nuestra pieza , cuya entrada daba a la desembocadura de la escalera de mármol blanco; a la derecha, la pieza de los Roldán y a la izquierda el baño común y la pieza de la familia a la que la llamábamos de "los alemanes", porque eran rubios de ojos celeste.
Esa pieza daba a un patio terraza abierto al cielo, donde se dibujaba un balcón que permitía mirar a la calle desde la altura. Allí iba mi madre todas las tardes, para llamarnos a mi hermano y a mi a tomar la leche.
Ese llamado era una cita cargada de pan con manteca y azúcar. Se había establecido como un acuerdo silencioso con respecto al uso del balcón: era para mi madre, en esos minutos de la tarde y para mi padre cuando había un evento popular que sacaba a los vecinos a la calle: carnavales, partidos de futbol, camiones para las canchas y alguna pelea entre muchachos.
Sin embargo, ese día el balcón tuvo otro uso: suspendido por un hilo imaginario, mi padre me llevó con él a mirar algo que nunca olvidé: era el pueblo en la calle, era el 17 de octubre. Mi padre vestía una "salida de baño" de toalla a rayas oscuras con chancletas del mismo material. Lo ví volcar su cuerpo hacia adelante, gritando con lágrimas en los ojos: "¡Viva Perón, carajo!", o aquel incomprensible hasta hoy: "¡Perón, viejo y peludo!".
No puedo recordar como estarían mis ojos, porque los de mi padre eran dos faros de brillantes como nunca se los había visto. La gente, en multitud, subía por la calle Iriarte hacia Constitución, llevando carteles improvisados, revoleando camisas, gritando: "¡la vida por Perón!", había un gran muñeco del Tio Sam que se elevaba sobre las cabezas mojadas de transpiración, los recuerdo con pantalones arremangados, uno pegado al otro y un solo de voces infinitamente largo, total, como un terremoto humano. ¡Vení vieja!, decía mi padre llamando a mamá, " Mirá, ¡vienen de cruzar el Riachuelo!, van a buscar a Perón!".
Mi hermano estaba en la calle, con otros pibes corriendo asustados y volviendo a casa ante la desesperación de mi madre por su seguridad. Luego ella se acercó al balcón y sostenía con una mano la bata de toalla de mi padre para evitar que se cayera y con la otra a mi vestido para bajarme.
Se mezclaban los gritos de la gente, de los vecinos que salían a la calle golpeando las tapas de las ollas ollas, con las voces que se escuchaban de las radios a todo volumen: un caos que mi pequeñez no alcanzaba a dimensionar. Después la mesa y los cuatro y en el silencio de esa cocina, la voz de mi padre cortada por la emoción y repitiendo: "ahora sí, ahora si".
¡Pasaron tantos años!. Hoy cruzo los 80, una pandemia atraviesa a la humanidad y la lleva de la mano al dolor, a la incertidumbre. Hay voces y gritos pidiendo una tregua y nadie sabe por dónde llegará, o cómo se hace para que llegue. Hay migajas de fórmulas políticas, que no alcanzan para amasar el pan de esa tregua necesaria.
Vuelve aquella imagen, con una claridad que me asombra: esa multitud, esa alegría del estar juntos hacia un destino común, la esperanza de que sea ese, después de cruzar las sucias aguas de un río, ese balcón con una bata de toalla como toda ropa de un laburante a la hora del descanso, esa mesa, los cuatro y esa voz de mi padre repitiendo "ahora sí, ahora sí".
En mi cabeza sigue y sigue... ahora si, ahora si.
Relato de Hilda López
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