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Cada libro puede cambiar una vida, y cada vida merece su libro

Las librerías son territorios íntimos donde conviven el refugio y la aventura. Entre estantes que guardan memoria y voces de libreros que recomiendan como quien siembra, persiste el misterio de un hallazgo inesperado: ese libro que parecía esperarnos desde siempre.


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Por Pablo Montanaro


Aunque sus puertas se abran hacia la calle, las librerías son territorios íntimos. Son como casas con ventanas encendidas que invitan a entrar sin preguntar la hora.


Allí, entre anaqueles y mesas, los libros parecen respirar con calma, aguardando el roce de una mano que los despierte. No importa si alguien llega con un título ya marcado en la memoria o anotado en una servilleta o en el celular o si se interna sin brújula, dispuesto a dejarse sorprender: en cualquiera de estos casos, la librería se convierte en escenario de un hallazgo.


Para las personas lectoras, una librería es un refugio y a la vez una aventura. Refugio porque ofrece el silencio compartido de quienes buscan palabras. Aventura porque cada libro es una puerta a lo desconocido.


Uno podría recordar la primera vez que entró a una librería, seguramente de la mano de un padre o de una madre en busca de ese manual escolar o ese libro de lectura de primer grado. Para quienes la descubren por primera vez, en cambio, suele ser un asombro parecido al de entrar a un bosque y darse cuenta de que los caminos se multiplican y ninguno es igual al otro.


En mi caso lo recuerdo bien, era una librería sobre la avenida Corrientes, en Buenos Aires, de la mano de mi mamá y quizás acompañado por alguno de mis dos hermanos. Librería que arrancó Esteban Peluffo en 1907 a pocas cuadras de donde sigue estando hoy en Corrientes 4215.


El tiempo ha transformado a las librerías, como transforma a todo. Aquellas viejas estanterías de madera que olían a polvo y a papel envejecido conviven hoy con pantallas luminosas que ofrecen lo inmediato.


La tecnología ha puesto en el centro al clic rápido, al libro que llega sin mediación, sin conversación, sin demora. Pero esa inmediatez no logra reemplazar el gesto humano que ocurre al cruzar la puerta de una librería, ese instante en que un librero recomienda con la certeza de quien conoce no solo los títulos, sino también la mirada del lector que tiene enfrente.


Hoy, las librerías resisten y se reinventan. Algunas son cafés, otras funcionan como escenarios de presentaciones, otras como trincheras culturales en medio de un mundo que se desplaza veloz hacia lo digital. Y sin embargo, todas guardan un misterio intacto: la posibilidad de encontrar, en un estante cualquiera, un libro que cambie la vida.

Hay una experiencia irreemplazable: la de detenerse al azar, abrir una página y sentir que esas palabras nos estaban esperando desde siempre.


Hay algo de guardián en el librero: custodia la memoria de la literatura y la pone en movimiento. Y hay también algo de sembrador: reparte semillas de lectura sin esperar otra cosecha que la de un lector transformado.


Quizás por eso, cuando entramos a una librería, sentimos que no estamos solos. Detrás del mostrador hay alguien que comparte la misma fe en los libros como refugio, brújula y compañía. Ese es el espíritu del librero: alguien que sabe que cada libro puede cambiar una vida, y que cada vida merece su libro.

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