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¡Dame Fuego!



¿De dónde saldrá el Prometeo que rescate, una vez más, el fuego?


Por Jorge Gorostiza


Para buena parte de la tradición helénica, la humanidad fue creada por Prometeo con arcilla como materia prima (presumiblemente el mismo material con que, si hemos de creerle a Borges, miles de años después, el rabino Löw, en Praga, construyó su Golem). Si, además, hemos de creerle a Esquilo, era Prometeo hijo de Temis, diosa de la Justicia, perteneciente a la raza de los Titanes. De tal modo, era Prometeo nieto de Urano y por tanto primo de Zeus, con quien se llevaba a las patadas.


Siendo Prometeo el más sabio de su generación (no por nada su nombre significa El que piensa anticipadamente), todo lo que aprendió de Atenea, diosa de la sabiduría, se lo enseñó a los mortales: arquitectura, navegación, aritmética, astronomía, medicina, agricultura, escritura, derecho, equitación y metalurgia. Con mucho menos, hoy se juntan tres tipos, arman una universidad privada y le dan un doctorau a Milei…


Bueno, cierta vez, allá por el comienzo de los tiempos, hubo que decidir cómo se repartirían a futuro las ofrendas entre dioses y mortales. El bueno de Prometeo, decidido a beneficiar a los hombres, sacrificó un gran buey, lo cuereó, despostó, cortó el cuero por la mitad y armó con él dos bolsones. Luego puso en uno de ellos los puros huesos cubiertos con la apetecible grasa del animal, y en el otro, la carne disimulada encima por el despreciable mondongo. A continuación convocó a Zeus y le dio a elegir con cuál de los dos bolsones se quedaba. Entusiasmado por las apariencias, y para deleite de Prometeo y los humanos, Zeus se ensartó con el que contenía los huesos y la grasa, y así quedó para siempre mascando huesos y rabia.


La venganza de Zeus no se hizo esperar, y, ahí mismo, privó a los seres humanos del fuego. Ahora vayan a hacerse el asado con energía solar, dicen que les dijo. Una vez más, Prometeo tomó partido por los hombres y, con ayuda de Atenea, y pies de bailarina, ingresó furtivamente en el Olimpo, fue hasta la fragua de Hefesto, se choripaneó una brasa y bajó rajando a entregar el magnífico tesoro a nuestros antepasados. Tenga presente estos hechos, la próxima vez que tire la carne sobre la parrilla, y bébase un trago a la salud de Prometeo, quien se jugó la suya para que usted churrasquee.


Porque si antes se había cabreado Zeus, ni quiera saber cómo se puso esta vez: juró castigar de por vida tanto a mortales como a Prometeo, y ciertamente lo hizo. Por un lado, le pidió a Hefesto que moldease, en arcilla, la más bella mujer jamás soñada, y sobre ella sopló Zeus un pneuma, es decir, un alma, de lo más insensata, perezosa y torpe.


Esa mujer, a quien bautizó Pandora, fue la que, a pesar de las mil advertencias de Prometeo, abrió el cofre que contenía todas las desgracias; dolor, vicio, enfermedad, muerte, trámites, publicidad electoral, Arjona, Adorni y demás calamidades. Cuando finamente alcanzó Pandora a cerrar el cofre sólo quedaba dentro de él la vana esperanza. A la luz de estos acontecimientos, tal vez podamos interpretar más acabadamente eso de “la rubia tarada” que nos cantó Luca Prodan.


En cuanto a Prometeo, dispuso Zeus que fuese encadenado desnudo en el Cáucaso, donde cada día un buitre le devoraba el hígado, a divinis. Durante la noche, mientras lo congelaba la escarcha, cicatrizaba la herida y se regeneraban los tejidos, pero a la mañana siguiente, todo empezaba otra vez. Como imaginarán, aquel castigo era sumamente molesto para Prometeo, pero también para el pobre buitre, recontra-requete-repodrido de la mono dieta de hígado. Después de una eternidad, la buena voluntad y mejor puntería de Hércules liberó a ambos (Prometeo y el buitre) gracias a un certero flechazo (al buitre).


Quiso la fortuna que Hércules fuese el hijo dilecto de Zeus, de tal modo que el señor del Olimpo tomó la liberación de Prometeo, no como una rebelión filial, sino como un nuevo acto de grandeza de su chiquitín. Sin embargo, no lo dejó ir así como así a su primo Prometeo. Lo obligó a llevar de por vida una fina sortija forjada con un eslabón de la cadena que lo sujetaba y una piedra del monte Cáucaso engarzada en ella.


Un detalle, quizás revelador: aquel delicado anillo le permitía a Zeus asegurar que Prometeo seguía encadenado a su castigo y, a la vez, le recordaba al amigo de los hombres la suerte que le toca a quienes desafían al poder. Tal vez, el temor al amo o al látigo, sea más fuerte que el amo, o el látigo mismo.


Muchos siglos después, en este rincón del mundo, Juan Perón desafió al poder democratizando aquello que, en principio, era pa’ los de arriba. Si Prometeo rescató el fuego, a su turno, el Pocho recuperó la luz del conocimiento, abriendo la universidad a los hijos de los obreros. Curiosamente, o no tanto, unas pocas décadas después un mediocre con motosierra pretende cerrarla. Sin el auxilio de ningún Hércules: ¿Quién librará a la universidad? ¿Quién ha de jugarse el pellejo? ¿De dónde saldrá el Prometeo que rescate, una vez más, el fuego?


Preguntas, simples preguntas. Mientras alumbramos las respuestas la música nos brinda alternativas: desde Las criaturas de Prometeo, de Beethoven, al poema sinfónico Prometheus, de Franz Liszt, pasando por Fanfarria del Cabrío de los Redondos, ciertamente inspirada en aquel Robin Hood helénico que robó para nosotros el tesoro de los dioses. Sin embargo, apelando a mitos más criollos, nos quedamos con Sandro de América y su versión de Dame Fuego. Salute




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