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El último café con July

Tenía la mirada fija en un punto ciego, perdido en un rincón del comedor, pero yo no lo podía identificar. Es más, todas las cosas que estaban en el lugar al que ella apuntaba con su mirada me parecían insignificantes o intrascendentes: un delantal viejo de cocina, una escoba gastada después de mil limpiezas, un almanaque del año pasado. Nada parecía importante como para que Julia, mi mamá, estuviera concentrada en ese rincón.


Pero ahí estaba en su mundo. O tal vez en dos mundos paralelos, algo perdida, con la mirada sin el brillo de siempre, sin la chispa que la caracterizó toda su vida.

Eran las 15 del 6 de enero de 2007 durante una tarde caliente, de esas tan características de Neuquén cuando comienzan los veranos. A esa hora, prácticamente no había circulación por las calles y la gran mayoría estaba haciendo la sobremesa del domingo.


Había llegado a la casa de July para pasar la tarde con ella y, de paso cuidarla en su convalecencia, después de que le dieran el alta el 31 de diciembre. En la familia estábamos felices de que abandonara la clínica ese día porque pudimos festejar el Año Nuevo junto a ella, luego de una Navidad atípica, angustiante y vacía.


Todo había comenzado tres semanas atrás cuando July me llamó por teléfono para contarme que le había pasado algo “extraño” mientras hacía las compras de fin de año. Me dijo que se había perdido cuando caminaba por las primeras cuadras de la calle Roca, en pleno centro de la ciudad. Me contó que por un momento se desorientó, que no sabía cómo volver, que no reconocía dónde estaba, pero que esa confusión duró solo unos minutos. Una mujer la ayudó a tomar un taxi, regresó a su casa y, por suerte, a su estado de conciencia.


En un principio me preocupé. Que mi mamá se perdiera en el microcentro parecía inverosímil, teniendo en cuenta que desde los 13 años vivía en Neuquén y conocía a ese sector de la ciudad de toda la vida. Después supuse que podía tratarse de esas desorientaciones que a veces sufren los viejos, aunque ella todavía era joven y llevaba sus 69 años con una gran vitalidad.


Nunca me hubiera imaginado que dos días después de aquella charla los médicos le diagnosticarían un tumor invasivo en un costado de su cerebro que requeriría una intervención urgente porque su vida estaba en peligro. Desgraciadamente fue así.

La operaron exitosamente el 20 de diciembre. El médico que lo hizo me contó que le habían extirpado una pelota del tamaño de una naranja. Estaba pegada a su parietal derecho y dentro de la gravedad del cuadro, era una buena noticia ya que habían logrado extirparla casi en su totalidad. Lo que no se arriesgaba a decirme era cuál sería su evolución y cómo seguirían sus facultades mentales después de semejante carnicería en la cabeza. Había que esperar. Era necesario cuidarla y no dejarla sola hasta que no recuperara plenamente la conciencia.


-“Me gustaría tomar un café. ¿Vos tenés ganas?”


Que aquella tarde a mi mamá le dieran ganas de tomar un café era un síntoma alentador. Desde siempre adoraba las tazas humeantes y amargas con granos de selección recién molidos que habitualmente compraba en Bonafide. No importaba si hacía frío o calor.


El café era una excusa para mantener largas charlas cada vez que la iba a visitar a su casa. Disfrutaba en cada sorbo, hablar la vida, de la familia, de bueyes perdidos… Las conversaciones comenzaban con un tema determinado, pero podían ir cambiando a otros de manera aleatoria, sin que existiera un hilo conductor o un orden establecido. Así pasábamos las horas.


Llené dos tazas de café y le acerqué una. Después le di un beso en la frente. Recién en ese momento salió de su mirada perdida. Me miró con una sonrisa y bebió un sorbito que lo paladeó con evidente placer.


-“¿Vos estás bien? ¿Seguís tocando la guitarra?”


No sé cuántos años habían pasado desde que July me había escuchado tocar la guitarra por última vez. Supongo que muchos.


Con ella compartíamos el gusto por la música, especialmente, por las composiciones de autores clásicos españoles que juntos descubrimos en una colección de discos de Reader Digest que había comprado mi papá cuando yo era chico. Recuerdo momentos de mi infancia junto a ella, los dos sentados en un sillón, escuchando aquellos vinilos maravillosos que, aunque tenían ruido a púa, nos regalaban melodías desconocidas para nosotros, especialmente para mí que era un niño.


Fue ella la que me incentivó para que fuera el conservatorio para que aprendiera el instrumento. También la que me apoyaba para que siguiera con el arte, algo que hice a medias.


El médico que la atendió tenía razón. Me había hablado de la probabilidad de que July evocara épocas pasadas y las confundiera con el presente. O las mezclara. Por eso seguí la charla que, aunque parecía un poco absurda, yo la disfrutaba igual.


Mamá me habló de su infancia como si nunca lo hubiera hecho. Recordó su niñez en Santa Cruz, en una estancia que su papá administraba, sus días felices pese al frío patagónico, las escapadas familiares para mirar el mar aunque fuera en invierno, de sus amistades de niña, de los animales, del campo, de los dulces caseros de ruibarbo o de casis que a ella le fascinaban… Fue una síntesis de una etapa de su vida que cada tanto yo interrumpía para contarle algunos recuerdos de la mía. La diferencia era que en mi relato, también estaba ella, aunque más joven, fresca, aventurera.


Nos reímos juntos recordando las escapadas a la barda en el Citröen 3CV que July manejaba con singular pericia. Por lo general, eran salidas de domingo junto a mis hermanos para explorar aquel arenal de cañadones profundos y médanos interminables que marcaban los límites de Neuquén. El auto corcoveando, subiendo y bajando como en una montaña rusa; los chicos riéndonos a carcajadas de las caras de loca que ponía July. Realmente era una aventura divertida.


También durante la charla disfrutamos los recuerdos de tantos inviernos en familia, tirados en la alfombra del living, entreteniéndonos con cartas o con juegos de mesa, preparando cosas ricas en la cocina o escuchando los cuentos fantasiosos y exagerados que mamá improvisaba cada noche antes de dormir.


Por momentos, todas esas imágenes se desdibujaban de golpe cuando volvía al presente y la veía a ella frente a mí, ahora más vieja y confundida, con la cabeza rapada y esa cicatriz enorme y tosca en forma de herradura.


July sacó un cigarrillo del paquete y me miró como si me hubiera pedido permiso para fumarlo. Le dije que sí, que no le haría mal. El médico me había informado poco después de la operación que sus pulmones estaban relativamente bien, o al menos, más sanos que su cabeza. Y así, encendió el pucho, aspiró una bocanada de humo despacio, hizo un leve gesto de desagrado y me miró.


-“Quiero que me prometas que vas a cuidar de tus hermanos, Marito”.


Por primera vez en la charla, July había dejado los recuerdos divertidos del pasado y se metía en el presente. Ahora parecía estar consciente de la realidad, de su grave enfermedad; tan consciente que había lanzado esa recomendación que me tomó por sorpresa y me desarmó. Indirectamente me estaba diciendo que se iba a morir, que era inevitable, por más que los médicos dijeran lo contrario o que yo la alentara a seguir adelante.


La abracé con fuerzas y al borde de las lágrimas. Le dije que todo saldría bien, que los informes de los médicos no eran malos... Ella sonrió, me acarició y me dio un beso. Luego, miró a la Osi, su perra compañera que seguía la charla al lado nuestro.


- “A ella también quiero que la cuides… Acordate que le gustan las tostadas con manteca en el desayuno”. La Osi comenzó a mover la cola contenta.


Entre lágrimas, lancé una carcajada incontenible. Fue una mezcla de emociones de esas que se dan cada tanto y que demuestran cómo alguien que está triste, de repente puede reírse ante una pavada. Tal vez fue un desahogo en medio de mi angustia. No lo sé. Pero indudablemente, era un contraste gracioso.


La Osi era una perra consentida y malcriada que había olvidado su cuna callejera. Mi hermana la encontró de cachorra una vez en las bardas y se la trajo a July. Allí comenzó una relación tan extraña como divertida.


En la casa no había una mujer y una perra, sino dos amigas que se acompañaban mutuamente, que compartían todo, las alegrías durante las fiestas familiares, los paseos por el jardín en las mañanas de verano, las charlas (July siempre le hablaba como si fuera una persona) y hasta las tostadas con manteca en el desayuno, aunque parezca algo ridículo.


Tomamos el café, hablamos durante un par de horas más sobre temas más distendidos, casi banales, salimos a caminar un poco por el jardín para que July moviera un poco las piernas como lo había recomendado el médico y finalmente llegó mi hermana para el relevo.


Me despedí con un beso en la frente y un abrazo largo y me fui.


Esa tarde seguí con mi rutina cotidiana. Regresé a mi casa, estuve con mi familia, descansé un poco y también me quedé pensando en la extensa charla con July.

Si bien, el balance del encuentro había sido bueno, no dejaba de entristecerme aquella suerte de despedida que había ensayado, con esas recomendaciones para el futuro, sobre la vida, mis hermanos, la Osi…


Quería convencerme que July no tenía fundamentos para hacerlas. Supuse que dentro de todo el lío que tenía en la cabeza después de semejante operación, podía ser algo esperable que en sus ratos de lucidez canalizara su depresión a través de esas frases que parecían premonitorias, como lo haría cualquier persona que se encuentra gravemente enferma y que no alcanza a ver ni siquiera el lado más positivo frente a una situación semejante.


Sin embargo, me equivoqué. Desgraciadamente me equivoqué.


July murió ese mismo domingo, casi a la medianoche. Ni siquiera la rápida intervención de una ambulancia con dos paramédicos pudieron salvarla.


En el hospital de Neuquén me dijeron que había sido un infarto fulminante, probablemente por una trombosis en una de sus piernas que había quedado peligrosamente descuidada o inadvertida. Nunca lo supe; tampoco me importó.

Fue la noche más larga y triste de mi vida, atendiendo llamadas de amigos, recibiendo a familiares, llorando lágrimas que en un momento ya no tenía, tratando de contener a quienes estaban más desbordados y también organizando los trámites de rigor para la última despedida.


El velorio se llevó a cabo al día siguiente. Fue recomendablemente breve para una mañana agobiante de verano. Lo mismo ocurrió con el sepelio, tras un discreto cortejo compuesto de familiares y amigos.


Lo más difícil fue volver a la casa de July cuando todo había pasado. Fue muy triste ingresar por la puerta y ver a la Osi esperando a alguien que ya no volvería. Y fue todavía más angustiante recorrer los ambientes vacíos que alguna vez habían sido escenarios de momentos hermosos durante todas las etapas de mi vida.

La casa estaba intacta, impecable, como si no hubiera pasado nada, como si el drama de la noche anterior nunca hubiese existido.


Me derrumbé en un sillón del living tratando de encontrar un poco de calma, buscando la manera de ordenar y clasificar recuerdos que me sirvieran para seguir adelante ese día. Reí y lloré desempolvando hermosas anécdotas de July, rememorando su humor inteligente, sus salidas tan graciosas, sus consejos de mamá tan necesarios.


Finalmente, me dirigí a la puerta y la llamé a la Osi, que vino corriendo enseguida.

Después la levanté a upa, la abracé fuerte y nos fuimos.

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