El tren es algo que sucede en el pasado
En la Argentina ya no se habla de progreso, tal vez porque se lo ha comenzado a considerar como un imposible, y en este contexto miserable debe considerarse la existencia precaria del tren, ese pesado y poderoso artefacto que recorría antaño miles de kilómetros, por toda la extensa geografía del país, llevando y trayendo personas y cosas.
El tren sobrevive en Argentina como una especie en extinción. Su mayor presencia está bien pegada a la ciudad más grande, Buenos Aires. En el resto del territorio, ha menguado, o, directamente, ha desaparecido. Quedan, en algunos casos, vías oxidadas como testimonio, y, en otros, ni siquiera eso. También estaciones, algunas remozadas para ser usadas como otra cosa, otras abandonadas y en ruinas.
En el mundo, el tren fue poderoso en el siglo 19, en el 20 y ahora, en el 21. Se fue adaptando a las nuevas épocas con tecnología y mayor confort y, sobre todo, mayor velocidad. Aquí, el “tren bala” fue solo un anuncio rimbombante jamás concretado. Nuestros trenes avanzan a velocidades mínimas, descarrilan frecuentemente, y son la perfecta negación del transporte rápido y barato que representan en países más afortunados y menos atrasados que el nuestro.
Aquí, en la Patagonia, aquí, en Neuquén, el tren convive con lo defectuoso, con la mentira, y con augurios de retorno enancados en los yacimientos petroleros de Vaca Muerta. La infraestructura es la misma que pusieron sobre el suelo los ingleses.
La foto que ilustra esta nota muestra una palanca de cambio de vías en Cipolletti, Río Negro. Se ve la fecha de su lejano nacimiento: 1927. No está en un museo, sino sobre los rieles presentes.
Parodiando, con perdón, a Jorge Luis Borges, podemos decir que el tren, en Argentina, es algo que sucede en el pasado.
