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El viaje que me trajo hasta aquí

Este mes de junio, que marca el inicio del invierno, es muy especial en mis recuerdos.


Neuquén fue el destino que estaba escrito en nuestras vidas, en la familia López, formada por cuatro seres inaugurando días y noches patagónicas hasta hoy. Veníamos desde Buenos Aires, donde se preparó la mudanza que llegaba desde la provincia de Salta.


Era en esa belleza argentina donde habíamos vivido algo más de tres años entre Urundel y San Ramón de la Nueva Orán: tierras del norte con la firma de los Patrón Costa y con perfume a naranjas en medio de selvas verdes, húmedas, cargadas de mosquitos de todo calibre. YPF, era la empresa que nos trasladaba para seguir su rumbo en esta Patagonia llena de promesas y oro negro.


Eran los primeros días del mes de junio del año 1967. Llegamos en un avión `pequeño que aterrizó en la pista de la vieja estación de vuelos. En los minutos del anuncio de la llegada a destino, desde la ventanilla, observé el paisaje: una inmensa familia de álamos de brazos grises cubría la superficie: el otoño los había desnudado para esperar al invierno.


Recuerdo la situación de ese momento: uno de los dos de mis hijos, que traía conmigo ( mi esposo esperaba el arribo) lloraba, era Pablo que apenas tenía meses de vida, y que, junto a Marina, que ya transitaba los cuatro años, urgían mi atención. Yo solo quería mirar y buscar algo de lo que había quedado atrás, el verde lujurioso y el sonido de una cuerda que me refugiara al compás de una zamba. Nada de eso ocurría: era la soledad y silencio, y un papá emocionado con el encuentro tan ansiado con su joven familia.

Después de los abrazos, llegamos al Hotel Italia (calle Juan B. Justo al 700 de la ciudad). Su dueña, señora de Failla, una italiana amorosa, nos recibió con ternura. Depositamos las valijas en la habitación asignada y en la calle ya estaba esperando una camioneta con el sello de YPF que esperaba a mi esposo para llevarlo de regreso al campo. Quedé sola con los niños en un lugar desconocido, nuevo.


Entonces se cumplían días de campo y días en la ciudad por parte del personal de la empresa. Cada mañana, el desayuno con personas desconocidas y la rutina de armar las horas para achicar la espera.


En esa rutina, iba con el cochecito y el bebé Pablo en él, y de mano, la pequeña Marina. Rumbo al correo , la caminata era un paseo hacia los recuerdos y amigos que habían quedado en Salta y la búsqueda de rostros que se parecieran para sentir que ya estaba en el lugar donde, de verdad, transcurriría mi vida hasta que termine.


Eran días de descubrir cada pedacito de la ciudad tan nueva. Había en ese momento algo más de veintiocho mil habitantes y algunas construcciones de barrios que pugnaban por ganarle a las chacras, construcciones que se hacían a diario, casi en silencio, familias que poco a poco se instalaban con sus bagajes expectantes. Calles de tierra, el cine Español, algunos comercios, la terminal de ómnibus, la estación del tren, un pueblo que latía con fuerza. Ese paseo diario al correo fue un símbolo de lo que ocurría entonces: cientos de personas que llevaban y traían y también buscaban noticias de lo que habían dejado atrás: padres, abuelos, primos, vecinos, parientes. El paseo que enseñaba a enfrentar el viento que levantaba las piedritas de las calles de tierra hasta lastimar y que se desafiaba con certeza de convertirlo en amigo alguna vez, ese viento que aprendí a querer con canciones que se horneaban en el mundo creativo que luego nos regaló Marcelo Berbel.


Asi, la siguiente etapa fue alquilar una casita en la Calle Fotheringhan, donde hoy está la Clinica San Lucas y algunos comercios ya consolidados. Pasaron los años, crecieron los niños, yo tuve mi primer trabajo en la librería Siringa de calle Avda Argentina, donde conocí a Alicia Fernández Rego que, junto a Kune Grimberg y su gato angora, eran los anfitriones de un lugar donde se exponían obras de arte y, por supuesto, miles de libros.


Se sucedieron las semanas, los meses, los años y aprendí a incorporar a mi vida a seres que hicieron posible la adaptación y el cariño por este lugar, aprendí que podía ser mío en la medida de hacerlo nuestro, de la familia.


Trabajos varios, experiencias de emprendimientos sociales, búsqueda de oportunidades, y la renuncia a la empresa por parte de mi esposo para dedicarse al comercio: la primera casa de la goma “Gomplá” en la ciudad.

Los chicos crecieron, fueron a las escuelas, tuvieron sus primeros amores, comenzaron a viajar, sumamos amigos, separamos el matrimonio y el camino se hizo largo como un infinito hilo que nos ataba a las sorpresas que deparaba esta ciudad en puja permanente.


Acontecimientos sociales, políticos y el pertenecer con convicción al lugar donde sembramos todas las esperanzas hicieron posible sellar un pacto que nos contiene y enamora hasta hoy, cuando escribo estas líneas solo para compartir un recuerdo, el de aquel viaje que me trajo hasta aquí.

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