Ficciones demasiado reales para mi abuela
No existían los límites entre la ficción y la realidad en mi abuela Lala; ni siquiera difusos. Cada vez que leía un libro, miraba una novela o escuchaba un radioteatro se compenetraba tanto en los relatos que se olvidaba por completo que detrás de cada historia había gente interpretando personajes, guionistas con mucha imaginación para la narración o locutores al lado de un micrófono tratando de captar la atención de los oyentes.
Lala lloraba, se enojaba, se reía a carcajadas estruendosas cada vez que se sumergía en la ficción, independientemente del formato o el género que se presentara.
Si bien el espíritu de todos los que trabajan construyendo historias es precisamente generar emociones entre lectores, televidentes o público en general, en el caso de Lala eso se potenciaba de una manera extraordinaria, al límite de lo risueño para quienes estaban a su lado. Mucho más cuando ya era viejita y en familia mirábamos alguna película de ciencia ficción con efectos especiales.
Probablemente, el hecho de haber nacido a principios del siglo pasado en un contexto de pobreza y muchos sacrificios haya contribuido a ese comportamiento tan particular y a su carácter fuerte. Lala conoció la radio, la televisión y el cine cuando era adulta; si bien aprendió a leer cuando terminó su tercer año de primaria, recién comenzó a disfrutar de las novelas cuando los años se le fueron apilando encima.Tenía la capacidad de asombro intacta; se maravillaba por todo; para ella todo era muy real.
Su hermana Antonia era idéntica, tanto en el temperamento como en los rasgos físicos; una mujer morrudita, de baja estatura y guapa para enfrentar cualquier situación que le pareciera injusta. La misma crianza y los golpes de la vida la había forjado en un molde similar al de Lala.
Por eso las hermanas se llevaban tan bien. Y por eso disfrutaban tanto cada vez que compartían algún espectáculo, sin las miradas burlonas de la familia.
Cierto día decidieron ir al teatro para ver una obra que prometía. Se sentaron juntas en las primeras filas para poder disfrutar mejor la representación.
La obra era un drama clásico. La historia de una muchacha infeliz enamorada de un hombre prohibido y maltratada por su marido (el villano) con quien se había casado bajo presión. Otros personajes alimentaban el relato.
La protagonista era una buena actriz. Lloraba con lágrimas reales, se desfallecía en un sillón entre suspiros, mientras el hombre no dejaba de humillarla. Siempre había un destrato hacia la pobre chica y ella, resignada, bajaba la cabeza llorando.
Cada vez que eso ocurría, Lala y Antonia se miraban de reojo y con impotencia. No podían creer que existiera un tipo tan malo como ese. ¿Dónde estaba la justicia? ¿Por qué nadie intervenía?
Las dos hermanas fueron juntando presión como si fueran dos pequeñas calderas alimentadas por el fuego hasta que llegó uno de los momentos de mayor tensión; el instante en los que todos están esperando un desenlace; el drama en su punto culmine.
El hombre tomó del brazo a la mujer por la fuerza, la insultó como tantas veces y amagó con pegarle, pero la muchacha se armó de coraje, lo enfrentó y finalmente le dio una cachetada que le dio vuelta la cara.
Antonia se paró de un salto. “¡Toma desgraciado!”, le gritó al tipo con el puño cerrado. Lala también intentó darle fuerzas a la víctima: “¡Dale otra tunda a ese rufián!”.
Los actores quedaron paralizados. El teatro completo estalló en carcajadas, mientras las dos hermanas seguían paradas mirando al tipo de manera desafiante.
Demás está decir que la obra se tuvo que interrumpir porque el elenco completo se tentó con la insólita situación además de la risa contagiosa del público.
Fue necesaria una pausa de varios minutos para recomponerse, recuperar el clima y reanudar la última parte del drama.
Por supuesto que el final fue el que todos esperaban. La chica se casó con el muchacho que tanto amaba, el malo se quedó solo como correspondía y colorín colorado.
Fue todo emoción y felicidad en la sala. No hubo necesidad de ninguna nueva intervención justiciera.
Mario Cippitelli
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