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Había llegado la primavera



Caminaba por una pequeña plaza escondida entre calles de mi barrio cuando de golpe se me acercó a la carrera un perrito juguetón que inmediatamente se tiró panza arriba y comenzó a mover la cola.


Lo acaricié y le rasqué el pechito y comprobé de inmediato que en realidad no se trataba de un perro sino de una cachorra sin demasiadas pretensiones de raza, de pelo corto y áspero color café, muy simpática, que no paraba de contonearse y refregarse el lomo contra el césped.


Casi al mismo tiempo, escuché el grito desesperado de un hombre que llegaba desde la vereda de enfrente. Al levantar la vista vi que se trataba de un viejo que caminaba hacia mi apurado, con dificultad y en dirección a mí.


-"¡Por favor, agárrela que no se vaya a escapar!", me gritó de lejos.

Tomé a la perrita por el collar, mientras le seguía las gracias, hasta que finalmente llegó el que imaginé sería su dueño.


Se trataba de un hombre de unos 70 años largos, ligeramente encorvado, que rengueaba de una pierna.


-"Perdone la molestia", me dijo agitado. Y enseguida se dirigió a la perrita señalándola con el dedo: "¡Es la tercera vez que te escapás y no puedo estar corriendo atrás tuyo!" ¡No puedo creer que seas tan traviesa!", siguió.


La perrita agachó la cabeza como si hubiera entendido el reto. Y a mí me conmovió.

-"Se nota que es muy juguetona -interrumpí- pero no se preocupe porque por estas calles pasan pocos autos".


"El problema no es el tránsito -suspiró el viejo- El problema es que está en celo".

Miré por última vez a la perrita que seguía moviendo la cola y ya había recuperado las caricias del viejo y retomé mi camino sin rumbo.


Los árboles, las flores, las plantas parecían que bailaban al ritmo del viento que cada tanto se hacía sentir con alguna ráfaga fuerte, mientras dos nenes jugaban y corrían bajo la mirada de sus padres.


En la plaza se sentía una energía distinta, rebosante de vida, pese al día gris.

Había llegado la primavera. Cualquier berrinche climático era lo menos importante.

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