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Las cuentas se pagan

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Por Hilda López


“Las cuentas se pagan”, decían mis viejos.


Ese día -el de pagar- siempre había clima festivo en el barrio. Principio de mes y las libretas de tapa de hule negro iban y venían para pagar las cuentas del almacén. Las mujeres volvían a sus casas sonrientes: “tarea cumplida, primero las cuentas, después lo demás”, una consigna a fuego que estaba grabada en cada mesa, en cada pared, en cada casa y en cada bolsillo de los vecinos.


Una tienda muy grande de varios pisos se levantaba en el centro de la ciudad de Buenos Aires, era “Tiendas La Piedad”, un faro que atraía a todas las familias para comprar las cosas de la casa: desde tazas para la leche a pantalones, desde sábanas, toallas y repasadores a zapatillas para todos los tamaños, de trajes de hombre a ropa interior de mujeres: todo estaba en La Piedad.


Mis padres eran socios clientes de esas tiendas y cada mes nuestra familia se preparaba para ir a pagar la cuota de compras que se extendían por algunos meses. La aventura estaba en marcha con mucha inquietud unos días antes y se inauguraba en el momento de subir al colectivo 45 desde Barracas al destino: Tiendas La Piedad.


Un día antes de la fecha programada ,mi madre elegía la pollera o el vestido que se pondría (hecho por ella) y lo mismo para mi. Mi hermano debía lustrar sus únicos zapatos de cuero marrón y mi padre los de cuero negros. Era la vestimenta cuidada, guardada, preparada únicamente para las salidas importantes y La Piedad estaba en la ruta de esa pequeña felicidad que prometía chocolate y churros en la confitería La Ideal al finalizar la tarde.


Con mi hermano, al llegar, subíamos en el ascensor del edificio para recorrer algunos de sus pisos destinados a la diversidad de las ofertas. Cada botón que marcábamos en la cabina para detenernos en cada piso era un desafío. Creíamos aterrizar al comando de un avión, desde una plataforma que sospechábamos existía bajo nuestros pies.


Luego, con algunos tirones y advertencias, con algunas corridas y sorpresas, mis padres lograban su cometido: “pagar las cuentas,”. Al finalizar el trámite, salíamos caminando hacia la confitería “La Ideal”, nos ubicábamos en una mesa y, expectantes, esperábamos al mozo que, etiquetado prolijamente, nos ofrecía ese caudal soñado: tazas de chocolate caliente y churros crocantes.


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Más allá sobre un pequeño balcón en altura un grupo de tres o cuatro señoritas tocaban piano, bandoneón y algún otro instrumento (que no recuerdo), era ¡la Orquesta de Señoritas! que entre tangos, valses y rancheras iluminaban el rostro de mis padres.


Así, las tazas de chocolate y churros poblaban la mesa convertida en un banquete inolvidable mientras la música envolvía el momento de rostros contentos, simplemente contentos.


Poniendo fin al paseo, volvíamos a tomar el colectivo 45 para regresar a casa: los zapatos de mi hermano y de mi padre a la caja de resguardo y los vestidos de mi madre y mío a la percha para una próxima vez. Había algo en ese ritual mensual que nos involucraba a los cuatro, era la sensación de cumplir, de lograr algo importante, de pensar y sentir que habría una próxima vez, que una cuota, los churros y el chocolate, las mujeres tocando el piano y el bandoneón era una conquista maravillosa, era algo propio, de la familia, de nuestra familia, una alegría nuestra, legítimamente nuestra y que, por ser muy chicos, no nos dábamos cuenta el tamaño de ese sentir.


¡Aprendí tanto de esa niñez, de esos padres, de ese ritual de cuentas pagas cada mes y con orgullo!.


Hoy siento una tristeza mezclada con bronca, viendo y escuchando cifras, números, valores que el país adeuda a extranjeros lejos, muy lejos de la familia y que revolotean incesante sobre la cabeza de millones de chicos argentinos.


Esos pibes que no saben que son cuentas desconocidas a pagar entre todos y que no habrá ni chocolate, ni churros ni orquesta de señoritas y que La Piedad, es el nombre que, y tal vez y en el mejor de los casos, le pondremos a la esperanza de sobrevivir a tanta iniquidad

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