La mujer que ganó una fortuna y no fue feliz
Como dijo Borges, el peor pecado que una persona puede cometer, es no ser feliz.
Hay una historia que tal vez le de sustento a esa afirmación poética, y carnadura a ese personaje. Es una mujer, que podría muy bien haber afirmado aquello de “siempre está a mi lado la sombra de haber sido un desdichado”. Una mujer que eligió como nombre artístico Ada Falcón, y que murió a los 96 años, entre las grises paredes de un convento, después de haber sido, en su juventud, la diva más esplendorosa y mejor paga de la historia del espectáculo argentino.
Empezó a cantar a los 4 años, o por lo menos fue a esa edad que le dijo a su madre que quería ser cantante. A los 14 ya había debutado en el cine. A los 20, grabó su primer larga duración, con la orquesta de Osvaldo Fresedo. Y a los 24 comenzó a cantar con la orquesta de Francisco Canaro. Fue, entonces, La Emperatriz del Tango. Vivió un apasionado amor con el director de orquesta. Un amor discreto pero fogoso, oculto entre las tinieblas de cuartos oscuros, porque Canaro estaba casado con una francesita muy celosa.
En esos años, Ada Falcón ganaba por mes lo mismo que cualquier diva de Hollywood. Ganaba más que los varones, en una época desigual, peor que los tiempos actuales, en el que las mujeres jamás lograban equiparar a los hombres en las remuneraciones. Vivió en una gran mansión y tenía una colección de automóviles de lujo y deportivos. Cuentan que en esa época se subía a un descapotable y conducía a altas velocidades solo para secarse el cabello después de tomar un baño.
Pero, como en el poema de Borges, a su lado estaba la sombra de la desdicha. Su clandestino amor con Canaro terminó en una separación conflictiva y desventajosa. A tal punto, que decidió terminar con su carrera, en 1942. Vendió todo y se fue con su madre a las sierras de Córdoba. Nunca más apareció Ada Falcón. La dama que había llegado a la cima de la popularidad y la riqueza, literalmente desapareció, y se convirtió en enigma. Murió en este siglo, en 2002. Murió en un país en el que nadie se acordaba ya de ella. Tal vez, antes de exhalar su último suspiro, se haya atravesado por delante de sus grandes ojos verdes, aquel verso del inmortal Jorge Luis: “Que los glaciares del olvido me arrastren y me pierdan, despiadados”.
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