Oscar Sarhan, un hombre de la Patagonia.
Nacido en el Chocón, Neuquén, es comunicador, actor, bailarín, escritor. Dueño de un histrionismo que sorprende y gratifica, hace uso del mismo con la naturalidad que emana de un chorro de agua en una vertiente. Tiene un lenguaje muy personal y sobre todo, un estilo que se distingue "a la legüa".
Su libro "Desamurado" es una muestra de ello. Anduvo con su talento viajando por muchas partes del mundo y viviendo en cada lugar una experiencia que le sirvió para aterrizar hasta en el mismísimo Marte.
Hace un programa de radio amable, simpático, inteligente y derrocha optimismo en cada palabra y entrevista a personajes comunes y no tanto.
Lo conozco hace tantos años, que lo recuerdo adolescente y con rulos largos. De vez en cuando nos comunicamos telefónicamente y en medio de algunos datos que intercambiamos nos reímos de tan pavotes que somos para reirnos. En su face escribió este relato, y me gustó tanto que lo comparto para ustedes, los de layapaweb.com.
La Luna y la Noche, anoche.
*por Suyai del Corral
Estaba cargando nafta en la estación de servicio de Allen, la que da a la ruta, cuando escuché un frenazo, de esos bien chacareros. Me sobresalté. Era una furgoneta tan destartalada que daba pena. Detrás del portazo apareció una mujer robusta, de piernas masetonas, con un vestido floreado, y un pañuelo que ataba unos rulos grandes, rubios.
Quedé pagando mientras la miraba. Quedé pagando literalmente. Estaba debajo de unos álamos, y desde allí miraba. Juro que sentí esa energía direccionada hacia mi plexo, que sus mocasines estaban ávidos de encuentro.
Traté de disimular mi fijación en ella, y me remití a pasar el índice por los pliegues de mi pollera.
El chico que me surtía desde el surtidor de sus 38 años morenamente bien llevados, me dijo:
- “Suyai, suyai, el vuelto”, mientras me hacía señas que unos billetes habían rodado al suelo. - “Ah, sí, gracias”, y me agaché a recogerlos.
Cuando levanté la vista del piso, ya estaba aquí, delante mío como la aparición misma de la Pasto Verde.
-“Sí?, dije:
-“Disculpe, es usted Suyai del Corral?”
-“Sí, exacto”, respondí, medio altanera. “La misma, Suyai del Corral, comunicadora global”. Y nos dimos la mano.
-“Bien –dijo- hoy sigue siendo un buen día. A usted la ando buscando. Me dijeron que siempre carga nafta aquí. Pasé varias veces para ver si la encontraba”.
Se sacó el pañuelo y con las dos manos reubicó unos cuantos rulos que se notaba hacía horas que estaban aplastados. Yo, por mi parte, me quedé paradita, como suelo hacer cuando no sé bien de qué va la cosa, con los pies en primera, y los hombros alineados.
Tenía un rostro de mujer buena, con unos ojos grandes, medio verdes. La piel de los brazos se le veía percudida, pero lo que es la cara, la tenía brillante de crema. Seguramente de esas cremas que se llevan en la gaveta y que manoteamos cuando bajamos al baño en alguna estación de servicio. Llevaba bien los años. Muchos años.
-“¿Y a qué se debe su interés por verme?”
-“Mire, no me va a creer, pero...¿tiene un momento?”, preguntó. Asentí agarrando la moto, y nos fuimos a charlar cerca de unos camiones estacionados.
- “Suyai, antes que nada quiero decirle que soy una asidua seguidora de su trabajo y, la verdad es que una vez me dije, si logro cruzarme con esta mujer me encantaría traerla a mi lugar. Y no hay más tu tía. Tengo una chacrita aquí nomás, pasando la tercera tranquera, cerca del pueblo, y me gustaría mucho que la conociese. Qué me dice.”
-“Pero… (dudé, sí, dudé ¿y?)
-“No le va llevar mucho tiempo, es por allá”, dijo mientras señalaba lejos.
-“Es que…iba apurada para casa y…no sé…” expliqué tratando de evadir la invitación.
Emprendimos un camino de álamos gigantes. Ella iba adelante con su furgoneta que daba tumbos en esos pozos, lavatorios de osos, y que yo lograba hábilmente esquivar con mi Ciambretta.
Sacó el brazo con un trapo para indicar que mermara la velocidad. Estábamos llegando. Pegó un volantazo y clavó el freno de mano justo frente a un arco hecho de troncos macizos, y del que colgaba un cartel que decía LA GRINGA.
El calor sofocante de la tarde quedó atrás, y de pronto mi cuerpo sintió el cambio de temperatura. Nos esperaban una catedral de sauces y un coro de loros barranqueros; gatos multicolores, cuatros perros enormes, se esos machotes con la baba larga. Habían gallinas, patos en camino prolijo, como diciendo, “permiso, pero nos vamos”, y otro húesped, cruza con chihuahua, fieeero. Ah, y un gallo con atuendo carnaval de Güalegüaichú.
Luego de pasear un buen rato entre frutales, y de descalzarnos, por pedido suyo, sobre una hectárea de verde alfalfa, llegamos a la casa y nos sentamos en una mesa hecha de carretel gigante, de madera. Al cabo de diez minutos de estar yo sola sentada, pensando en nada, ella salió de la casona con una picada exquisita. Trajo queso cortado en dados, unas olivas negras, pan casero y tomates en rodajas. Había aceite de oliva, y ajo. Un salame picado fino, y picles. También puso colgada de una rama una bolsa con agua, para espantar las moscas.
El ruido de la acequia, y esa sombra húmeda, me trajeron bienestar, que hacía días no lograba encontrar. Me abaniqué con un diario amarillento, con los ojos cerrados para sentir la brisa suave que me ablandaba cada milímetro cutáneo.
Y ahí puse mi Ctrl-Alt-Supr y dejé que la tarde me cayera encima, mansa total. Qué placer!
-“Perdone –dije- me quedé medio dormida. Se está tan bien aquí”. Ella estaba sentada, hojeando la revista del domingo. Levantó los ojos y me sonrió.
-“Siga siga, que esta es la hora para estar así”, y me sirvió otro chop helado.
La señora me contó que estaba jubilada. Que había trabajado durante años como docente en una escuela-albergue de la Línea Sur, y que, luego de conocer al que fue su marido, decidieron emigrar al Valle, con la idea que si tenían hijos, podrían darle una educación mejor. Pero los años pasaron, y los hijos nunca fueron encargados…
- “El tenía muchos problemas. Lo que hoy se dice bipolar –dijo con la mirada perdida-, y poco a poco me fui dando cuenta que si no me ponía firme, lo que teníamos, esta chacra y algo de animales, lo perderíamos. Fueron años muy difíciles para mí porque dejé la escuela. Me remangué para sacar adelante esto, y para echarlo a la calle a él. Logré ambas cosas. Me hice de una clientela a la que todavía proveo de pollos, frutas y algo de verdura”.
Del hombre, sólo agregó que, una noche en que llegó medio “pedalín”, tuvieron una discusión y a él se le fue la locura a las manos. “Eso no habría sido problema si no me hubiese dicho que era una inservible. Me dolió mucho. Por suerte murió.”
Me contó que tiene Internet y que le gusta saber cosas del mundo, especialmente del Mediterráneo. Que le encanta mi columna, y el programa de radio, aunque me criticó el yoyoísmo que suele invadirme.
Hablamos de lo loco que está el mundo, de cómo hacer para mantener lo poco que se tiene. También compartimos algunos temores, como a los robos y a la suba desmedida de los precios. Le conté que tenía muy buenos amigos y que también había aceptado ser madrina de dos chicos, hoy ya jovencitos, a los que no veo mucho pero que cuando nos encontramos nos damos nuestro afecto sin talonario de debe y haber.
Ninguna de las dos habló de enfermedades, ni tampoco de lo sola que estamos a veces. Ni ella ni yo dijimos estar con algún amor en puerta. Más bien dejamos entrever cuán equilibrada llevábamos la ausencia de alguien. No carencia, sino ausencia.
Cerveza va cerveza viene, ambas concluimos, que ni el burro nos mantiene.
Hablamos de ropa, de política y de algunas técnicas de relajación. Me mostró el plano de un galpón que quiere hacer para las ponedoras, y dijo que no creía en el horóscopo, sólo en el cielo. Halagó mi look marinero y yo el suyo, florido, alegre.
- “Tendría que hacerse una máscara”, le dije, mientras me pegaba en la cara pequeños golpeteos con la yema de los dedos.
- “Sí, ya sé, y arreglarme el bigote”, agregó, y las dos nos echamos a reír como viejas amigas, como si esa tarde hubiera sido una más entre todas las tardes de nuestras vidas, juntas.
Miré el reloj y me puse de pié. Era hora de seguir viaje. Aún me quedaba un buen trecho hasta Neuquén, y ya era casi de noche.
Se fue a la casa y volvió con un frasco de compota de durazno, de esos largos, y una botellita de salsa de tomates.
- “Tome, para que se lleve de recuerdo. No sabe, Suyai, lo feliz que soy por haber compartido estas horas. Salgo con usted también, debo ir hasta el pueblo, a tango”.
Me subí a la moto y la puse en marcha. Nos despedimos con dos besos.
Tomamos caminos opuestos, pero alcancé a ver de nuevo su brazo regordete saliendo de la ventana con el trapo para decir adiós.
Una vez más la interminable hilera de álamos se abrió frente a mis ojos. Había luna. La noche era mujer, y yo le correspondía.
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