Si vas a mojar la pluma...
Si había algo que caracterizaba a mi abuela Lala en los momentos de enojo o de furia eran los insultos y maldiciones en una mezcla de español antiguo y dialecto gallego que lanzaba a viva vos. No se entendían del todo bien, pero uno suponía que se trata de algo grave.
Muchas de esas palabras que aprendió de niña la acompañaron hasta que se murió de vieja. Y a partir de su muerte nunca más las escuché. Supongo que si entre los lectores hay algún descendiente de gallegos o españoles sepa de lo que estoy hablando.
Si bien las maldiciones eran de las peores, no estaban dirigidas a alguien que hubiera cometido un crimen. Bastaba una travesura común, de esas que los chicos nos mandábamos seguido en nuestra infancia, como romper un vidrio de un pelotazo o hacerle burla a ella por algo que estaba haciendo para que inmediatamente vociferara alguna sentencia o insulto dirigido a nosotros.
Acá van algunas de las que me acuerdo:
“Si te agarro, te daré un mandoble que no lo vas a olvidar nunca”. Uno no conocía el significado literal de esta palabra, pero era bastante explícita en cuanto a la estructura. Un “mandoble” sonaba como algo fuerte, como era algo más que un manotazo porque era doble, aunque el significado específico del diccionario (lo busqué antes de escribir esta nota) es la acción de dar un espadazo con dos manos. No sé de dónde habrá sacado Lala ese término. Probablemente le llegó a ella de generación en generación hasta que quedó en desuso, puesto que mi abuela, por más brava que era, no usaba espada. Y menos con las dos manos.
Algo un poco más suave que el mandoble era la hostia, que no era precisamente el simbólico trozo de pan que a uno le dan en la misa. La hostia era un golpe. “Corre, que si te agarro te doy una hostia que ya verás”. Y si el enojo era mayor venía el “hostiazo”.
“Mala chispa te mate”. Parecía un deseo de venganza que salía de las entrañas por algo imperdonable que uno había hecho (cortarle el pelo a las muñecas de mi hermana, por ejemplo). Y tenía un significado letal (que te mate) con origen esotérico. La mala chispa era prima hermana de otra sentencia parecida: “Mal rayo te parta” (de raíz cósmica) y pariente un poco más lejana de “Mala bomba de aplane). Esta última nunca la entendí, puesto que las bombas deberían explotar. Supongo que se refería a una pelota enorme y pesada que si a uno lo pasaba por arriba lo dejaba chatito como una feta de queso.
“Deja de comer que pareces un tragaldabas”. Esta palabra estaba asociada a la gula o a los glotones, aunque no terminaba de ser un insulto concreto porque mi abuela (como todas las abuelas) moría de felicidad mientras a uno comía como si no fuera a existir un mañana porque significaba que estaba rico. Después de dos milanesas con puré, dos platos de ravioles o seis empanadas, uno ya entraba en la categoría de “tragaldabas”.
“O que ten cu, ten medo”, se refería a algún susto que uno pasaba de chico. La traducción en castellano sería “(El que tiene culo, tiene miedo). Es decir, toda la humanidad tiene miedo y es algo normal. Salvo alguien que no tenga culo.
Y cuando uno se resistía a levantarse a la mañana porque estaba pasado de sueño llegaba una frase concreta y directa: “¡Levántate de una vez, gandul!”. Gandul también podía reemplazarse por “tunante”, que no era otra cosa que holgazán. Ese pedido tan enérgico para levantarse podía estar acompañado de un chancletazo en el culo. Eso dependía a la resistencia que uno tenía para abandonar la cama.
Hay muchas palabras más que ya no recuerdo porque pasaron muchos años desde que murió mi abuela y nunca más volví a escucharlas. En el camino fueron desapareciendo frases, insultos y hasta letras de canciones que nunca entendí, pero cuyas melodías aparecen cada tanto en mi memoria.
Dejo para el cierre una anécdota que, si bien no encierra un insulto o una maldición, tiene algo de esa forma extraña de hablar que tenía mi abuela.
Estaba yo a los besos con una noviecita de juventud en una piecita que había en el fondo de mi casa cuando de golpe abrió la puerta Lala y nos vio en plenos arrumacos alimentados por una catarata de hormonas que iban in crescendo.
Los dos nos quedamos paralizados mirándola y yo solo atiné a decir “Hola, ¿Qué hacés?”
“Nada. Pasaba y entré porque escuché algo”, dijo.
Y antes de volver a cerrar la puerta me miró sin expresión alguna y lanzó con total naturalidad: “Si vas a mojar la pluma más vale que te cuides”.
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