Triste, solitario y final
Invierno de 1930, New York. Joseph Nathan Oliver ha perdido todos sus ahorros y a su mejor discípulo. El dinero desapareció junto al banco durante la crisis del 29. El discípulo, Louis Armstrong, hace tiempo ha abandonado la banda para iniciar su carrera solista. Junto con Armstrong se ha marchado también Lil Hardin, su esposa y pianista del grupo. En los últimos años Oliver ha perdido también a su trombonista, Honoré Dutrey, su guitarrista, Bud Scott, su clarinetista, Johnny Dodds, y al hermano de este, Baby Dodds, su baterista.
Los siete músicos son de New Orleans. Los siete, en diferentes oleadas, han marchado hacia Chicago a partir del 17. Ese año, la armada de los EEUU ordena la demolición de Storyville, el histórico distrito negro de su ciudad, usina de jazz, pero también de prostitución, drogas y violencia. Chicago no es precisamente una ciudad pacífica por esos años pero allí, al menos, encuentran libertad para tocar... Y grabar.
Créase o no, hasta 1920 el jazz es grabado únicamente por músicos blancos. Las tiendas de discos del Sur han amenazado a las compañías grabadoras con boicotear sus productos si algún artista negro aparece en los créditos. A contramano del chantaje, el 10 de agosto de 1920, a las 9 y media de la mañana, la Okeh Phonograph Company graba Crazy Blues con Mamie Smith en voz, Perry Bradford en piano, Johnny Dunn en corneta, Dope Andrews en trombón, Ernest Elliott en clarinete y Leroy Parker en violín. Todos negros.
Tan sólo en Harlem, el disco vende setenta y cinco mil placas durante el primer mes. Al terminar el año ya ha alcanzado el millón de copias, una cifra sólo superada hasta entonces por Enrico Caruso con A Dream y Al Jolson, con Swanee. El éxito de Crazy Blues abre definitivamente las puertas de las discográficas a centenares de músicos negros. Entre ellos, Joseph Nathan Oliver, con quien se inició esta historia.
Joseph Nathan Oliver ha nacido en Luisiana, en 1885, es decir, sus padres fueron esclavos. Siendo muy niño ha quedado huérfano, de modo que trabaja como sirviente en casa de patrones blancos pero, en sus ratos libres, y con un viejo instrumento abandonado por las fanfarrias de la Guerra de Secesión, se las ha ingeniado para aprender a tocar la trompeta, solo. Gracias a ello, hacia 1907 puede dedicarse de lleno a la música. ¿Dónde? En el distrito de Storyville, naturalmente.
Allí, integrando la banda de Kid Ory, por entonces el mejor jazzman de New Orleans, recibe el título de King, King Oliver, rey del jazz. Pero, como Su Majestad no olvida sus orígenes, hacia 1914 empieza a apadrinar a un adolescente, Louis Armstrong, el otro protagonista de nuestra historia. Louis, nieto de esclavos, también huérfano, ha nacido en 1901 y, desde los 9 años, tiene prontuario policial por robo menor y tenencia de armas. Para la época del encuentro entre nuestros héroes, Louis ya ha sido adoptado por los Karnofsky, una familia de inmigrantes judíos lituanos, pero también ha pasado una temporada en el reformatorio de la ciudad.
Entre los Karnofsky, víctimas como él de la discriminación, Louis aprende que se puede ser blanco sin ser racista. En el reformatorio aprende solamente a tocar la trompeta, pero de qué modo... Ahora bien, cuando sale del reformatorio, el adolescente no tiene ya instrumento, de modo que el señor Karnofsky empeña su reloj para comprarle una trompeta. Cuentan que, en gratitud a ello, Louis Armstrong usó, hasta el último de sus días, una cadena de oro con la estrella de David.
Bajo la mirada amorosa de los Karnofsky y la tutela musical de King Oliver, el joven Armstrong va ganando prestigio como trompetista. Apenas ha cumplido 15 años pero su prodigiosa potencia y capacidad de improvisación lo hacen en verdad único. Así las cosas, después de la desaparición de Storyville y antes de migrar hacia Chicago, King Oliver recomienda a su pupilo para que ocupe su lugar en la orquesta de Kid Ory: el rey ha elegido ya a su heredero.
Los siguientes cinco años son, a decir del propio Armstrong, su período universitario. Lejos de su mentor, Louis se foguea junto a las mejores orquestas de New Orleans, entre ellas la de Fate Marable con la que toca durante giras en vapor por todo el río Misisipi. En ese período, termina Armstrong de forjar su experiencia como arreglador, así que, en el 22, cuando Oliver lo convoca para viajar a Chicago y sumarse como segunda trompeta a su Creole Jazz Band, los roles entre discípulo y maestro ya no son tan claros.
Como quiera que fuere, en el 23 Oliver y Armstrong comparten 38 grabaciones que constituyen algo así como el Antiguo Testamento del Jazz. El septeto que integran es sencillamente perfecto. Ninguno opaca al otro y todos se destacan. Si los integrantes de la banda han perdido algo del caos tumultuoso y feliz de New Orleans, han ganado, en contrapartida, una elegancia y precisión hasta entonces desconocida en el género.
Es ese, quizás, el momento más feliz de esta historia, tanto que dan ganas de contarla hasta acá. Porque en 1924 los hermanos Dodds abandonan la banda y enseguida Lil Hardin, una Yoko Ono avant garde, logra enfrentar a su esposo con Oliver, de modo que los caminos de maestro y discípulo se bifurcan. Louis, después de integrar la orquesta de Fletcher Henderson, lidera su propia banda. Oliver, a su vez, logra formar una nueva agrupación, la Dixie Syncopators, pero el vacío que ha dejado Louis es enorme.
Saltamos ahora a 1928. Oliver ya ha dado casi todo de sí mientras que la inventiva de Louis parece inagotable. Si las comparaciones son odiosas, la siguiente es de las peores. El 28 de junio de ese año, junto a sus Hot Five, Louis graba West End Blues, sin discusiones, una obra maestra del jazz. El 16 de enero del año siguiente King Oliver registra su propia versión del tema: menos que una pálida sombra de la original. Escuchen ustedes y digan si no es así.
Llegamos así al principio de nuestra historia: 28 de enero de 1930, Joe Oliver entra en los estudios Victor de New York para registrar St. James Infirmary. El tema ha sido grabado el mes anterior por Armstrong, de modo que la vara está muy alta. Y es entonces cuando Oliver recupera su condición de rey dejándonos una versión verdaderamente insuperable. Les ruego: háganse un favor y escúchenla.
St. James Infirmary merece por sí mismo un libro. Y de hecho lo tiene. Pero por el momento baste decir que su historia se remonta al Siglo XVIII, o incluso antes, y, con distintos nombres, ha merecido centenares de versiones, entre ellas una realizada con un clarinete fabricado con una zanahoria. Claro que si tenemos que elegir una, aparte de la de Oliver, la versión de Hugh Laurie resulta también extraordinaria ya que incluye, por el mismo precio, una revisita a Zig Zag, una de las composiciones más jazzeras del ex Beatle George Harrison.
Según la tradición católica, el 1° de noviembre se conmemora el día de los santos, y el 2, el de los muertos. A su modo, St. James Infirmary reúne ambas fechas, no sólo porque en su letra este blues presenta a una novia muerta y un narrador que, anticipando su propio final, deja instrucciones para su entierro. El tema, también, sirvió durante décadas como marcha fúnebre en los cortejos ambulantes del viejo distrito de Storyville.
Volviendo a King Oliver, su versión de St. James Infirmary es, creo yo, no solamente lo mejor de sus últimos años: es la coronación de su reinado. Su momento de gloria, su cénit. Todo lo que viene después será parte del ocaso. Va a perder su contrato en el Savoy, el Cotton Club tomará a Duke Ellington en su lugar, y la piorrea debilitará su dentadura hasta impedirle tocar. Alguna vez leí que, en auxilio de su maestro, Armstrong lo suplantará de incógnito en algunas grabaciones. No sé si la leyenda es cierta o no, pero estoy seguro de que Oliver merecía eso y más: parafraseando a Noe Jitrik, si Oliver es el rey, entonces soy definitivamente monárquico.
Primavera de 1938, Savanah, Georgia. Joseph Nathan Oliver se está apagando. Tiene 52 años y en los últimos tiempos ha trabajado como portero en un billar de mala muerte. Lo que le queda de orgullo le ha impedido pedir cualquier ayuda, de modo que el rey del jazz muere solo y es enterrado sin lápida, ni ceremonia, ni despedida. Su música integra la banda de sonido de mi infancia de modo que me gusta creer que, de haber podido, Louis y los demás muchachos lo hubiesen despedido con un viejo blues.
Pueden imaginar ustedes a cuál me refiero.
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