"Un día no voy a estar"

Por Mario Cippitelli

Cuando éramos chicos y nos portábamos mal, mi mamá nos hablaba muy enojada. “Un día no voy a estar. Me van a tener que visitar ahí enfrente”, decía y señalaba el cementerio que estaba cruzando la calle frente a mi casa. Y esa misma sentencia la repetía mi abuela y mi papá cuando también los sacábamos de las casillas: “Allá vamos a terminar y ahí los quiero ver”.

Con mis hermanos nos quedábamos callados e impresionados y luego ensayábamos alguna suerte de disculpa para que aquella profecía no se cumpliera.

El cementerio nos parecía fascinante para recorrerlo cuando se nos caía la pelota para el otro lado. Pero los servicios que se prestaban puertas adentro nos resultaban aterradores. Gente que estaba y, de golpe, había dejado de estar. O peor: que estaba, pero enterrada bajo tierra o encerrada en un nicho.

Pasaron los años y aquellas advertencias tan dramáticas lanzadas en la infancia se cumplieron. Y se cumplieron a tal punto que mi familia quedó diezmada. Ahora en el cementerio está mi papá, mi mamá, mi abuela, mi abuelo, mi hermana, mi tío, mi tía…

Siempre que paso caminando por mi viejo barrio miro los paredones del predio, los cipreses tan longilíneos y lúgubres, las gentes que entran con flores a anclarse por un rato a viejos recuerdos y llorar a sus muertos. Y creo que tales profecías se hicieron y se hacen realidad todos los días, tal vez con formato de reto frente a una travesura infantil. O acaso a modo de lecciones escondidas y necesarias sobre la vida y la muerte que nunca nos gusta escuchar.

En definitiva, da igual tenerlas en cuenta o ignorarlas; portándonos bien o mal. El tiempo pasa igual discreto y rápido haciendo su trabajo necesario y silencioso, aunque nos parezca cruel y sea inapelable.

Trato de no pensar mucho en eso. Me quedo con mis travesuras, mi infancia y mi barrio. Y, por supuesto, los mejores y más bonitos recuerdos de mis muertos, mis queridos muertos; aquellos que hace mucho amenazaban con morirse.