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Un jardín en el medio del desierto

Una estanciera que fue el primer premio del sorteo que se hizo en una fiesta. El canje de ese vehículo por un terreno. Luego, un crédito hipotecario. Así nació el proyecto de construcción de la casa donde viví mi infancia y buena parte de mi vida.


Mi papá y mi mamá estaban recién casados cuando aquella noche, durante una cena de matrimonios en el Colegio Don Bosco (encuentros muy populares de aquella época) se llevaron la hermosa sorpresa del premio de la estanciera y no dudaron un segundo sobre el destino que tendría ese regalo caído del cielo: lo mejor sería venderla para comprar una porción de tierra donde pudieran construir su propia vivienda. El tema era dónde.


Mi mamá casi se muere cuando un día vino mi viejo con la “buena” noticia. Sin consultarle, había decidido canjear el vehículo por un terreno de 10 metros por 40 de fondo, detrás del cementerio, sobre la calle Tucumán, en medio de un arenal en el que asomaba un puñado de casas dispersas unas de otras y donde los días de viento era prácticamente imposible transitar por la cantidad de tierra que volaba por el aire.


En 1964 la ciudad de Neuquén ocupaba apenas una pequeña parte del ejido actual. En la zona del este, donde se constru


iría mi casa, la calle Islas Malvinas marcaba un límite hacia al norte. A partir de allí, sólo se veían bardas y desierto. El sector era un verdadero páramo poblado de lagartijas, alacranes y todo el bicherío que parecía resistirse al avance de la urbanización.


Mi papá logró convencer a su esposa desolada de que con el paso del tiempo, el lugar se convertiría en un lindo barrio, pero además le dijo que la casa que construirían tendría un hermoso jardín con césped, pinos, plantas y un parral que él se encargaría de traer de su San Juan natal.

“¿¿¿Un jardín???” ”¿¿¿En este lugar???”, preguntó mi vieja con ironía. “¡Vos estás loco!”.


La casa se construyó en el término de un año y en 1965 nos fuimos a vivir allí. Por aquel entonces, yo tenía un año y mi mamá estaba embarazada de mi hermana. El proyecto familiar avanzaba.

En efecto, lo más difícil de aquella empresa no fue el proceso de construcción de la vivienda. Lo que más tiempo llevó fue el jardín. Hubo que nivelar el terreno, retirar arena, colocar tierra fértil y comenzar a diseñar el bendito parque que mi papá había prometido.


Sobre un lateral del terreno, mi viejo colocó los postes y tirantes donde plantó un parral para que comenzara a trepar. En uno de los costados, cavó un hoyo para un pequeño pino azul y más cerca, otro para una palmera. Sobre una de las paredes laterales cruzó alambres para que creciera una enredadera, y en el medio del patio sembró césped y colocó una farola alta que permitiera dar luz durante las noches de verano.

Después fue cuestión de cuidado permanente y de agua. Mucha agua.


La construcción de aquel jardín fue un proceso que duró años y que demandó un gran esfuerzo. Con el tiempo se colocaron más flores y macetas colgantes en las paredes, se plantaron jazmines para que treparan por las rejas de las ventanas que daban a otro pequeño patio embaldosado (escenario de cenas familiares y de fin de año) y madreselvas para cubrir los laterales de una escalera que subía a una terraza.


La transformación del arenal fue lenta y paciente como la de otras casas que se fueron incorporando al barrio, hasta que ese patio seco y desolado finalmente se convirtió en un vergel colorido que regalaba frescura en las primaveras y los veranos y pintaba imágenes de melancolía con las lluvias de los otoños y el frío de los inviernos.

Mi mamá siempre se reía cuando recordaba lo que había sido el proyecto de aquel jardín y de la amargura que se agarró cuando se enteró del lugar donde se iría a vivir. “Creeme que esto era el medio del desierto. Y encima, frente al cementerio”, me contaba.


Tal vez, por ese descreimiento y a modo de compensación por tanta incredulidad, fue ella en persona la que se encargó del cuidado y del mantenimiento de aquel patio cuando muchos años después quedó sola en el enorme caserón. Pero claro está: fue también la privilegiada de disfrutarlo cuando el jardín alcanzó su máximo esplendor.

Era común, especialmente en las mañanas o las tardecitas de verano, encontrarla descansando o tomando su infaltable café debajo de la parra, regando el césped y los macetones, o simplemente disfrutando del aroma de las flores y el canto de los pájaros que en los últimos años habían adoptado ese espacio como refugio. Cómo no elegir ese pequeño paraíso.


El pinito azul que había plantado mi viejo cuando apenas era una ramita, se había convertido en un árbol enorme y poderoso que era necesario podar cada tanto para evitar que su copa no invadiera otros espacios. La enredadera había tapizado completamente la pared, las flores se multiplicaban por todos lados. No había un solo lugar donde se viera tierra.


Pero los ciclos de vida tienen sus plazos. Y aquel lugar –inevitablemente- tuvo el suyo. El jardín en el medio del desierto duró 41 años. Comenzó a morir el mismo día que mi mamá murió, en febrero de 2007. No fue de un momento para otro, sino un proceso paulatino que llevó su tiempo, el suficiente para que el deterioro por la falta de atención hiciera su trabajo.

Durante casi una década, la casa de la calle Tucumán fue alquilada en dos oportunidades a instituciones que necesitaban más espacios cubiertos que plantas y que no tenían obligación alguna de recuperar esa superficie verde que había comenzado a perder su frescura.

Hubo ampliaciones, divisiones con durlock, avances constantes que hicieron que aquel pequeño paraíso fuera retrocediendo cada vez más hasta quedar reducido a un grupo de plantas descuidadas y acorraladas por la edificación.


Finalmente, la propiedad fue vendida a una constructora y un año después fue demolida para la edificación de un complejo de departamentos.

Hoy en ese terreno de 10 por 40, un grupo de obreros levanta una torre que se encuentra en la etapa final y que se suma a otros edificios modernos que comenzaron a cambiar la fisonomía del barrio que hace 55 años quedaba en el medio de la nada.

Con el tesón de las hormigas, los trabajadores llevan y traen materiales, los apilan, los disponen, pegan ladrillos y colocan techos.


No saben (nunca lo sabrán) que debajo de aquella enorme estructura de cemento alguna vez hubo un jardín con un pino azul, un parral y una palmera, con decenas de hortensias de colores, jazmines que trepaban las paredes y una escalera tapizada de madreselvas. Mucho menos, cómo se originó y se concretó aquel proyecto en el medio del desierto.

Tampoco se enteraron (ni se enterarán) que en las mañanas de verano una mujer solía encargarse de mantenerlo hermoso y perfecto. La misma que cuatro décadas antes se reía de aquella utopía, pero que tiempo después –y contra todos sus pronósticos- cuidaba las flores y las plantas, mientras se bañaba con el sol y hablaba con los pájaros.


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A Hilda la escuchás AQUI

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