Una yapa fenomenal
- layaparadiotv
- 29 jun
- 3 Min. de lectura

Por Hilda López
Muchos niños de varias décadas atrás recordarán, como yo, aquella “yapas” que obteníamos después de un mandado ordenado por parte de los padres.
Vivíamos en Barracas, en un conventillo donde se albergaban familias llegadas desde distintos puntos del país, y también extranjeros que llegaban a la gran Capital Argentina.
Los pibes compartíamos el patio de baldosas blancas y negras para jugar aquellas rayuelas, escondida y a la mancha, en un alborotado congreso de gritos, risas, enojos y abrazos.
Todo transcurría al margen de las preocupaciones de los adultos y de la época: cuidar el techo y el trabajo. No era imposible, y hasta tanto tampoco difícil: existían leyes que protegían y códigos que garantizaban una vida familiar con futuro cierto.
Mi madre ponía en práctica diariamente el ya entonces famoso: “nena tenés que hacer un mandado”. Se desplomaba ante mi, la competencia con Elvirita (mi amiga preferida) por aquellas figuritas con brillos que bailaban adentro de un libro para alcanzar ganar la partida. Por supuesto, hacía el mandado como correspondía.
Iba al almacén de Doña Clara que quedaba justo en la esquina de California y Salom, corazón del barrio. El despliegue de cajones que contenían lentejas, yerba, azúcar, harina, arroz y más, impresionaba por su volúmen: había de todo suelto y cercano. También estaban los tambores de aceite, kerosén conviviendo con las latas de galletitas Canale y los trapos de piso junto a las escobas de paja cosidas con hilo de colores. El almacén de Doña Clara era como un bazar de juguetes, todo estaba cerca, a mano pero había que poner la libreta de tapa negra de hule para llevar algo de lo necesario a casa. En esa libreta se anotaba la fecha, el artículo y el valor de cada cosa que se compraba. A principios de cada mes, mi padre enviaba a mi madre con el dinero para: “andá a pagarle a Doña Clara”, una consigna que aún suena en mis oídos.
El mandado diario también era rutina: se compraba solamente lo necesario para la comida del día, no había stock en mi casa y creo que tampoco en la casa de mis amigas y vecinos.
Esa imagen de entrar al almacén y ver a Doña Clara seria, pero amable, con sus anteojos, pelo corto y el delantal de cocina como uniforme de trabajo me aparece cada vez que necesito refugiarme en un humano de verdad.
-¿Qué querés nena?
- Un cuarto de aceite y un cuarto de arroz-, respondía, extendiendo la botella y la libreta de tapas negras.

Miraba como el sifón por donde subía el aceite y bajaba por la canilla para llevarlo a la botella, era una de las compras preferidas por mi. “¡Qué invento!”, pensaba.
Doña Clara anotaba en la libreta negra de hule y me miraba con ternura.
-¿Te portaste bien cordobesa?
- Si- respondía con un hilo de voz y un poco avergonzada…
- Tomá y anda a tu casa rapidito, no te quedes en la vereda jugando, ¿eh?-
Era el minuto sublime, ¡me estaba dando la YAPA!. Era un sobre pequeñísimo con un polvo de textura como el azúcar pero de color miel: se llamaba “gofio”.
Regresaba a casa saboreando el manjar que se pegaba en la lengua hasta desaparecer y me llenaba de placer. Era la yapa que premiaba un comportamiento difícil de evaluar, imposible hacerlo así porque sí. Pero esa YAPA la llevo a mi boca, cierro los ojos , la disfruto, y veo pegadita junto a mi, a esa mujer con delantal, anteojos y pelo corto que me acompaña para hacer más amable mi día: mi YAPA.
Esta YAPA, que comparto con vos.
😍