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Antes del amanecer


Van a ser las 6 y la ciudad todavía no tomó su primer café. Recién abrió los ojos; se está desperezando y girando entre las sábanas antes de levantarse y arreglarse, aunque a decir verdad no necesita demasiados arreglos para verse bien. Es como esas mujeres que son hermosas más allá de todo, que con su rostro al natural y sus cabellos alborotados por sueños y almohadas mantienen la frescura y belleza de siempre. Pronto mostrará su carácter tan arrollador como seductor, pero todavía falta.


Desde hace unos días estoy experimentando un placer intenso y efímero al caminar por las calles de Neuquén cuando la ciudad duerme serena los últimos minutos de la madrugada antes convertirse en una metrópolis imponente y vertiginosa, tan bella como caótica.


A esa hora las calles y diagonales que confluyen en la Avenida Argentina todavía están secas de peatones y autos. Son riachos mansos que pronto mostrarán correntadas de gentes y máquinas que llegarán de golpe desde todas partes, igual que lo hace la crecida del Neuquén cuando los hielos de la cordillera se rinden frente a los calores de la primavera.


Es digno de ver el microcentro desierto cuando apenas pasaron las 6, con las persianas bajas de los comercios, los semáforos que cambian luces para pocos y para nadie; con la presencia humana apenas representada en ocasionales trabajadores que caminan como yo rumbo a sus quehaceres cotidianos. Es la hora donde los estoicos barrenderos se encargan de los últimos retoques para retirar la basura y donde los colectiveros llevan apenas un puñado de pasajeros mientras circulan sin sobresaltos, antes de perder la calma en el tránsito infernal que los atrapará durante todo el día en cuestión de minutos.


Sigo mi caminata solitaria y escucho con placer cómo los pájaros aprovechan para cantar fuerte sabiendo que sus trinos se apagarán pronto entre los rugidos de los motores, los bocinazos de los apurados y el murmullo del gentío. Y siento además cómo los aromas de las flores y las plantas maridan con los de las facturas y cosas ricas que preparan las panaderías todavía escondidas.


Es realmente hermosa la ciudad antes de que despierte. Porque hasta el Parque Central es un enorme jardín que encierra una inusual belleza en su verde desolación y la estación del ferrocarril parece una postal antigua, con su estructura centenaria y su andén gastado por donde alguna vez embarcó y desembarcó buena parte de la historia del pueblo.


Claro que ando feliz. Lo hago tratando de no perderme detalles, buscando situaciones que permitan volcar en palabras el relato que me propuse escribir la primera vez que caminé tan temprano, cuando apenas eran las 6.


Y grabo notas de voz en mi teléfono. Y tomo fotografías que me parecen bonitas o me llaman la atención. Y desvío mi camino para mirar y lo retomo conforme si encuentro algo inusual o si descubro alguna belleza extraña que dejó la madrugada.

Recién apuro el paso cuando veo los primeros rayos del sol que comienzan a asomarse en el este porque necesito guardarme en mi cabeza todas aquellas postales somnolientas antes de que todo cambie de manera abrupta.


No quiero que la ciudad sepa que la estuve observando mientras dormía. Prefiero llegar rápido a la oficina antes de que ella se despierte y me descubra; antes de que vuelva a ser la de siempre después de tomar su primer café.

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