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El canto del gallo urbano

Por Mario Cippitelli


Parece mentira, pero en estos tiempos tan urbanos, de vértigo permanente y de ruidos que parecen eternos, hay un gallo que todas las mañanas canta en pleno centro de la ciudad de Neuquén.


Es un canto limpio y potente que rompe con los últimos silencios de la madrugada en una cuadra que en cuestión de minutos se volverá caótica con el tránsito de los vehículos y el paso de miles de personas que saldrán a la calle para cumplir sus rutinas cotidianas.


El gallo cantor vive en un comercio ubicado frente al Parque Central, en la esquina de Mitre y Chubut. Es un local que vende forrajes, semillas y animales y forma parte de una madeja de tiendas amontonadas que le dan vida a la línea de frontera entre el centro y el Bajo neuquino. Es una zona que, aun con el paso del tiempo, todavía lleva en su ADN la pulsión comercial de aquellos almacenes de ramos generales que a principios del siglo pasado florecieron alrededor de la estación del ferrocarril cuando el pueblo todavía usaba pantalones cortos.


A las 6.30 -la hora donde el gallo se presenta en sociedad- apenas se percibe el movimiento urbano. Los colectivos que bajan por Tierra del Fuego, doblan en Mitre y descargan pasajeros en las paradas del parque, son los primeros que anticipan que el hormiguero está punto de estallar, mientras los comercios duermen sus últimos sueños, salvo una panadería que está por abrir sus puertas y apenas muestra un difuso ajetreo laboral detrás de sus vidrios empañados por el calor de los hornos.


Dicen que los gallos cantan muy temprano para marcar territorio, atraer a las gallinas y desafiar a otros machos, aunque no parece ser el caso de este ejemplar que está encerrado junto a otros animales de su misma especie y a decenas de pájaros que también pasan los días en sus jaulas cantando en coros desordenados con la esperanza de que algún comprador se los lleve para una vida mejor.


Supongo que el gallo canta solamente porque en su instinto todavía hay imágenes ancestrales de huertas y chacras, de amaneceres camperos y de soles bonitos. ¿Qué otro motivo tendría para cantar en ese lugar?


Todos los días que paso por esa esquina camino al trabajo suelo escucharlo cuando el reloj anda por las 6.30. Lo hace una vez y al ratito, otra. Y otra más. Y a medida que me alejo hacia el sur su canto se va esfumando hasta desaparecer.


Estoy seguro que con avance del día y la tarde seguirá con sus interpretaciones tan histriónicas y operísticas, aunque lo tapen los ruidos de los motores, las bocinas y el murmullo de la ciudad.


Y que cantará fuerte y con ganas como cantan todos los gallos, aunque esa esquina no sea la más adecuada; aunque ni siquiera conozca lo lindo y maravilloso que es el sol.

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