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El final que sí pudimos ver

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Por José Luis Aranda


Hay días en que el aire pesa distinto. No por el clima, ni por la humedad, ni siquiera por las noticias.


Días que se sienten como domingos, aunque caigan en miércoles o jueves. Días en los que algo se despide, aunque todavía no se haya ido. y mañana será uno de esos días.


Porque Messi juega su último partido oficial con la camiseta argentina en casa. Su última función como local, con la celeste y blanca. Y aunque todavía lo veremos un poco más —en algún estadio lejano, en otros países, en la pantalla o en el recuerdo—, mañana se cierra algo. Algo muy profundo.


Y lo sabemos. Lo sentimos. Aunque no lo digamos. Aunque no nos guste el fútbol. Aunque no sepamos las reglas o no recordemos el rival. Hay una emoción silenciosa que nos atraviesa a todos.


Es esa sensación rara, mezcla de nostalgia anticipada y agradecimiento que no alcanza. Ese deseo infantil de que el tiempo se detenga, aunque sepamos que no puede.


Messi ya no es solo un jugador.

Es tiempo condensado. Para muchos es infancia.

Es el patio de una escuela, la mesa del domingo, los gritos compartidos.

Es la memoria de un país a lo largo de veinte años.

Es el que estuvo siempre.


El que lloramos en silencio cuando no se le daba.

El que nos rompió el alma cuando dijo que no jugaba más.

El que volvió, sin hacer ruido, como vuelven los que aman de verdad.

Y el que finalmente nos regaló la alegría que soñamos toda la vida.


Por eso este partido es distinto. Porque no es un partido: es un rito.


Es la última vez que lo vamos a ver jugar en nuestra tierra con la camiseta que más le dolió, y la que más lo hizo feliz.


Mañana no se juega una fecha más de eliminatorias.

Mañana se juega el final de un capítulo eterno.

Y no porque Messi se retire, porque todavía falta,

sino porque será la última vez que el aplauso lo reciba en casa. Y en ese gesto, en ese detalle, hay algo sagrado.


Porque el fútbol, cuando es verdadero, se parece a un abrazo. Y lo que vamos a hacer mañana es eso: abrazarlo. Desde la tribuna, desde la tele, desde una radio encendida en algún auto.Vamos a decirle gracias.


Como pueblo… Como hijos de una historia que, con él, encontró una alegría que parecía imposible.


Y tal vez lo más fuerte de todo esto es que Messi va a hacer lo de siempre: jugar. No va a pedir homenajes, ni va a buscar el foco. Va a salir a la cancha, como siempre, a hacer lo que hizo desde chico: jugar a la pelota como si fuera el único idioma posible.


Porque así es él. Y porque así fue siempre.

Y quizás ahí esté lo más conmovedor: en su manera de no buscar la épica, y aun así construirla en cada paso.


En su forma de devolvernos algo que ni sabíamos que necesitábamos.

Y es imposible no pensar, aunque sea por un segundo, en otro que no tuvo esta despedida.

En ese otro que fue un dios, pero no tuvo altar.


Que fue bandera, pero no tuvo vuelta.

Que fue amado hasta el delirio, pero que no tuvo este abrazo final.

No hace falta decir su nombre: lo sentimos.


Porque en este momento, en esta ovación que ya empieza a tomar forma, también hay algo de deuda saldada con la historia.


Messi, sin proponérselo, viene a cerrar un círculo.

A darnos lo que no pudimos tener. No para reemplazar a nadie, porque no se reemplaza a quien vive en el mito, sino para darnos paz.

Para sanar una herida que quedó abierta en otro tiempo, en otra cancha, en otro país.


Esta vez, el ídolo sí va a tener su despedida.

Con luz de día, con pelota rodando, con el corazón del pueblo latiendo fuerte.

No en un susurro triste, sino en un aplauso interminable.


Por eso, aunque no te guste el fútbol, miralo.

Aunque no sepas cómo se cobra un offside o quién va puntero, miralo. Porque este partido no es solo para los futboleros.


Es para todos los que, alguna vez, sintieron algo con una camiseta, una bandera, un gol, una lágrima o un abrazo. Es para todos los que alguna vez se emocionaron sin saber por qué.


Porque Messi no fue solo talento. Fue puente.

Entre generaciones, entre barrios, entre familias enteras. Fue conversación de sobremesa.

Fue festejo y consuelo.

Fue bandera en la mochila de un país que, aunque tambalee, nunca dejó de creer en la belleza.


Mañana el Monumental será un santuario.

Y nosotros, los que estamos afuera, seremos parte de esa ceremonia.

Vamos a mirar, a escuchar, a guardar cada detalle como se guardan las cosas importantes. Vamos a decir gracias sin decirlo.


Porque lo sabemos: lo que vimos con Messi no lo vamos a volver a ver.

No así. No de esta manera.

No con esa mezcla de magia, humildad y destino.


Y sin embargo, qué suerte haberlo visto.

Qué suerte estar vivos para aplaudirlo en su última noche en casa.


Y no, no es tristeza. Es otra cosa. Es como cuando un hijo se va a vivir lejos. Como cuando termina el verano.


Como cuando cerrás un libro que te cambió para siempre. Es la emoción de haber vivido algo irrepetible.


Y también, el orgullo de haber estado ahí.


Mañana, Messi juega su último partido oficial como local con la Selección Argentina.

Y vos, yo, todos nosotros, vamos a estar mirando.


Como se mira una puesta de sol.

Como se escucha una canción que marcó una época.

Como se acompaña a alguien que amamos, sabiendo que es la última vez… al menos acá.


Porque todavía queda un Mundial por delante.

Porque tal vez, en un rincón del tiempo,

todavía haya lugar para otro capítulo.


Uno más.

El más soñado.

El más imposible.

El más legendario.


Gracias, Leo. Por el fútbol. Por la alegría. Por el tiempo compartido. Y por quedarte hasta el final. Todavía falta. Y mientras vos estés, nosotros vamos a estar.



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Gracias! Ya ya te responderemos.

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