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El mecánico, el constructor, y el cambio climático

Para quienes hablan del apocalipsis del cambio climático, esgrimiendo como pruebas grandes tormentas que “antes no se veían”, les tengo una historia breve, que habla no solo del clima y sus avatares, sino también de la inalterable conducta humana, más propicia a la repetición ciega de conductas que a la transformación de sus respuestas ante las adversidades.


Ocurrió el 14 de marzo de 1936, en un pueblo denominado curiosamente Chillar, en el partido bonaerense de Azul. En aquellos parajes que me vieron nacer bastante después de la historia que aquí cuento, estaba, trabajando en el galpón de su taller recientemente construido, un mecánico llamado Juan Silvagni.

Le metía mano con entusiasmo y herramientas apropiadas a un tractor que le habían confiado para reparar, cuando se hizo un silencio como de tumba, al que le siguió un estruendo incomparable. El techo de chapas agarradas de cabreadas de hierro se voló en menos de lo que canta un gallo, y las paredes de ladrillos comenzaron a temblar y desmoronarse.


Silvagni no entendía nada, y lo único que supo era que tenía que salvar la vida. Así que se tiró abajo del tractor que estaba reparando, y allí se quedó hasta que retornó una extraña y original calma al ambiente, solo interrumpida por ocasionales gritos, algún que otro bocinazo y corridas de gente y animales.


Asomó su indemne humanidad de debajo de la máquina, y se encontró entre las ruinas de lo que era su flamante taller. Vio el cielo, las lomas y los pajonales en el mismo lugar de donde hasta hacía unos minutos colgaba un hermoso almanaque. Una indignación sorda le atrapó la conciencia y buscó entre los restos de la edificación su revólver. Armado con él salió a buscar, a los gritos, al constructor del ex galpón que lo había cobijado, un hombre llamado Luiggi Di Cándido.



Recorrió el pueblo sin prestar atención a que estaba en ruinas, igual que su galpón. Gritaba por Di Cándido, al tiempo que algunos vecinos intentaban calmarlo, corriéndose de la mira de un revólver que parecía agrandado por las circunstancias y por los gritos encolerizados del mecánico.


Di Cándido ya había sido avisado que lo buscaban para apresurar su paso por el mundo, así que estaba convenientemente escondido en la comisaría del pueblo, que había quedado milagrosamente en pie, lo mismo que otras edificaciones, testigos de que la naturaleza es caprichosa, autónoma, soberana, y poco propicia a conceder favores a los vaticinios de los míseros humanos.


Finalmente, Silvagni fue convencido de que su taller no había caído por defectos de la construcción, sino por obra y gracia de un tornado que había arrasado con el pueblo. Su historia era una más de muchas otras, con mayores o menores niveles de desgracia.

Silvagni y Di Cándido se dieron la mano caballerosamente, y el constructor volvió a construir el galpón para el mecánico.


Todavía está allí, sin que ningún otro tornado similar pasara por el pueblo, pese a las promesas apocalípticas de los campeones del cambio climático.


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