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El negrito pintor del cuartel

No había un solo día que nos asomáramos por la ventana de la cocina y no estuviera el Negrito Gramajo trepado en una escalera, pintando las paredes del cuartel. Con frío, con viento, con calor, siempre estaba en su rutina cotidiana, dándole a la lija, a la espátula, al rodillo y tratando de dejar lo mejor posible los muros, como si fueran los de su propia casa, como si el trabajo se lo hubiera encargado el rey de un castillo.


Edificio ejército argentino - Neuquén
Edificio ejército argentino - Neuquén

Corrían los primeros meses de 1983 y los soldados clase 64 comenzábamos a experimentar lo que era el Servicio Militar Obligatorio en el Comando de la VI Brigada de Neuquén. Se venían tiempos de cambio en la Argentina después de la guerra de Malvinas. En octubre de ese año se celebrarían las elecciones presidenciales para el regreso a la democracia.


Un año antes, miles de chicos de 18 años habíamos sido sorteados para hacer la colimba y a un centenar y medio nos tocó el Comando. Para quienes vivíamos en la capital era un privilegio este destino por la cercanía que tenía con nuestros hogares; era la posibilidad de pasar nuestros francos de servicio en casa, junto a nuestras familias o saliendo con amigos.


El negrito Gramajo era parte del staff de soldados elegidos para “defender la patria”, aunque no tenía pinta de guerrero ni mucho menos. Era petiso, morrudo y con un pelo duro y tan negro que, aunque le afeitaran la cabeza al ras, siempre le quedaba una sombra gris en el cuero cabelludo. Y lo más llamativo es que tenía una mirada inocente, serena, de tipo humilde y obediente.


Desde el primer día que lo conocimos nos reímos de él por su aspecto y su forma de hacer la instrucción. “¿Te lo imaginás en la guerra?”, nos preguntábamos con otros colimbas amigos. Es que verlo tirándose cuerpo a tierra o corriendo con un fusil era realmente gracioso. Poniendo “cara de guerra”, como le pedían los suboficiales, era desopilante. Él no decía nada cuando escuchaba nuestras bromas y las risotadas del resto. Sonreía con resignación.


El día que repartieron las tareas que debíamos realizar durante nuestro tiempo como soldados algunos festejamos porque nos tocó el trabajo de oficinistas. Había muchos oficios por ocupar: el de talabartero, mecánico, obrero, carpintero, cocinero… Al negrito Gramajo le tocó el de pintor, el que nadie quería. Todos ya conocíamos ese viejo dicho que decía que “en la colimba, lo que se mueve se saluda y lo que no, se pinta”. El solo hecho de pensar el tamaño del edificio del Comando y todas las paredes que tenía, era aterrador. ¡Pobre idiota al que le tocara eso!.


El año fue avanzando lentamente como suele ocurrir cuando uno tiene ansiedad y quiere que pase lo contrario. El trabajo de oficina no era sacrificado, pero era aburrido; la sensación de encierro era horrible.


Lo que más disfrutábamos era acobacharnos en la cocina que había en el segundo piso para tomar café, fumar un pucho, charlar sobre lo que haríamos cuando nos dieran de baja y mirar por la ventana para chusmear lo que pasaba en el patio de armas. Cada vez que lo hacíamos, en alguna pared estaba trepado el Negrito Gramajo, siempre paciente, lijando, pintando, con su overol blanco y gorro al tono.


“¡Parecés un heladero, negro!”, le gritábamos entre risas. El Negrito contestaba con un saludo desde lejos, como si no le importara las burlas. Y así seguía durante horas, con frío, con calor, con viento.

Creo que fue en el mes de septiembre cuando nos avisaron que en octubre se iba a anunciar la primera baja de conscriptos, lo que generó una algarabía entre todos los colimbas. No nos dijeron qué método se utilizaría para elegir a los que recuperarían la libertad, pero todos nos ilusionábamos con ser parte de ese grupo chiquito de privilegiados después de casi nueve meses de estar cumpliendo órdenes como soldado.


Los que estábamos en la oficina teníamos todos buena conducta. Estábamos casi seguros de que los oficiales con los que trabajábamos nos recomendarían para la baja. “Si nos toca a nosotros nos vamos de vacaciones a algún lado”, comentábamos con Tony y Quique, dos compañeros de oficina. Y así planificábamos cosas; nuestra imaginación volaba sin parar hasta la libertad.


Un día de octubre nos hicieron formar a primera hora de la mañana en el patio de armas para anunciarnos que finalmente el día había llegado: se conocieron los nombres de una decena de soldaditos que dejaría el Comando para siempre.


El suboficial a cargo tomó un papel en el que tenía una lista y pidió que todos los nombrados dieran un paso al frente. Y así comenzaron a pasar unos y otros con unas caras de felicidad indescriptibles. El último de esa lista fue el Negrito Gramajo.

Con mis amigos nos miramos sin decir nada, pero nuestras expresiones eran suficientes para comunicarnos lo que estábamos pensando. ¿Por qué los habían elegido a ellos y no alguno de nosotros? Todos, en su mayoría, eran pibes de bajo perfil que prácticamente no teníamos registrados. De algunos ni siquiera nos acordábamos el nombre ni el oficio que tenían. ¿Por qué ellos?


Ese mismo mediodía, cuando charlábamos en la cafetería con Quique y Tony descubrimos el motivo de los elegidos en aquella primera baja. Todos los beneficiados eran soldados que habían realizado trabajos duros en esa primera parte del Servicio Militar. Esa liberación era una suerte de premio que el Ejército les había dado por sus servicios.


“¿Y nuestro trabajo, qué? ¡La oficina también es un trabajo!”, me desahogué.

Aburridos y resignados por las malas noticias, estábamos mirando a través de la ventana cuando de golpe vimos un pequeño grupo de soldados que abandonaban la cuadra vestidos de civil y se dirigían hasta el portón principal que daba a la calle Sargento Cabral. Eran los colimbas que se iban de baja, que caminaban hasta la guardia donde un oficial los esperaba para darles la mano y entregarles el DNI, preciado testigo y sinónimo de la libertad.


Entre los nuevos civiles pudimos identificar al Negrito Gramajo, el pintor de las mil paredes, el que se pasó nueve meses colgado de las escaleras, el antihéroe que se bancaba todas nuestras burlas. Allí iba sin apuro, con la paciencia de siempre, con su andar caricaturesco y torpe, tan incitador a las bromas.


El Negrito recibió el DNI, le dio la mano al oficial, charló unos minutos con los soldados que estaban en la guardia, se despidió de ellos con un abrazo y finalmente salió a la calle.

Por un momento tuvimos la sensación de que se daría vuelta y miraría hacia nuestra ventana para saludarnos como lo hacía siempre que pintaba las paredes y escuchaba nuestros gritos y risas, pero por suerte eso no ocurrió.


Los tres nos quedamos en silencio durante un buen rato mirando el techo de la cocina, las paredes, las llamas de las hornallas, la ventana….

“Bueno… tampoco nos queda tanto tiempo acá dentro, ¿no? Como mucho serán nueve meses más”, dije por decir algo.

Los dos me miraron pensativos, pero no dijeron nada.

Después de todo, no era necesario.


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A Hilda la escuchás AQUI

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