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Esos días de nieve

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Por Mario Cippitelli


Salí a caminar por el barrio para hacer algunas compras y antes de abrir la puerta de mi departamento realicé el check-in obligatorio dentro de los protocolos de mal tiempo que recomiendan hacer a quienes llevamos acumulados más de seis tacos de almanaques.


Los vidrios de mi ventana me permitieron confirmar lo que venían anticipando los pronósticos desde hace días. Estaba nevando -por momentos con bastante intensidad- y el aire helado hacía que la temperatura se sintiera mucho más baja de lo que mostraban los registros.


Camiseta térmica: ok. Buzo grueso: ok. Campera inflada tipo muñeco de Michelín: ok. Doble vuelta de rosca para la bufanda que tape boca, mitad de la cara, orejas y parte del pecho: ok. Medias de lana gruesas: ok. Zapatillas cómodas y abrigadas: ok.

Y así salí luego de también confirmar el otro check-in de rutina relacionado a llaves, billetera, auriculares, teléfono, etc. Protocolo de adulto mayor realizado exitosamente. Puede continuar.


El barrio se mostraba más bonito de lo que acostumbra, aunque mantenía la esencia de entrecasa de siempre. Los manchones de tierra habían desaparecido, los vehículos estacionados que aún no se habían movido tenían una gruesa capa de nieve que impedía confirmar marcas, modelos y antigüedad, y los árboles que el otoño había dejado flacos ahora lucían más robustos, con sus ramas cargadas de algodones pomposos y redondeados.


Es cierto que la nieve tiene la virtud de maquillar la fealdad urbana porque hasta los canastos de basura se ven como pequeñas obras de arte, las casitas más humildes se convierten en refugios acogedores y deseables y las pequeñas plazas dejan de lado sus gamas de verdes para darle paso a los colores claros y pálidos en cada rincón. Apenas se ven flores y plantas. El blanco domina y uniforma, como en las postales turísticas.

Las nevadas en las ciudades tienen esa magia y duran lo que los hechizos de los cuentos de hadas. Hasta que no terminan de precipitar no volverán a desnudar la realidad tal cual es, con todas las imperfecciones que tienen los caseríos y hasta algunas miserias que generan las propias comunidades. Por eso es valioso disfrutarlas, aunque sea con un breve paseo.


Caminé varias cuadras solitarias y despobladas por República de Italia, contemplando los vapores que salían de algunas chimeneas y observando los vidrios empañados de las casas que impedían visualizar la más mínima pista de intimidad, siempre chequeando que mis manos no se pusieran moradas (nota mental: comprar guantes para estas ocasiones) y con el extraño placer de sentir los copos helados acumulándose en mi rostro y en mi pelo.


Solo me crucé con un pibe joven, supongo de unos veintitantos, con pantalones cortos y apenas abrigado con una campera rompevientos relativamente fina, que corría con zancadas de gacela, sin importarle lo más mínimo que estuviera nevando e ignorando todos los micro paisajes que a mí me parecían maravillosos. Indudablemente, cumplía con una rutina de ejercicios físicos, más allá de la estación y del clima y de los copos que seguían cayendo sin parar. El pibe desapareció en cuestión de segundos. Intenté imaginar cuánto llevaría corriendo y cuánto tiempo más lo haría.


Apuré mi velocidad crucero al modo “tranco de paloma que esquiva un auto” porque comencé a sentir frío y, tal como lo establece el protocolo, guardé mis manos en los bolsillos de la campera y levanté la bufanda para taparme la nariz antes de que se pusiera colorada.


Dos cuadras más adelante estaba el shopping, mi parada obligada que se convertiría en mi refugio y donde me tomaría un café reconfortante antes de hacer las compras en el supermercado.


El regreso a mi casa sería otra gran aventura de invierno. Afuera seguía nevando como si fuera la última vez y el barrio, durante varias horas largas, se mantendría bajo es maravilloso hechizo cubierto de blanco.

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