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Grapas y canciones

Actualizado: 26 ago

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Por Hilda López


Hace muchos años, por razones laborales me trasladé a Buenos Aires. En Neuquén se había cumplido una etapa y se complicó la posibilidad de tener un trabajo más o menos estable. Algunos amigos en Buenos Aires me ofrecieron generosamente su apoyo y partí.


Aterricé en la casa de Jorge Marziali, el autor mendocino, compositor y cantante de gran prestigio y llegada popular. Mi amigo Marziali y yo, habíamos construido una amistad tan profunda que , hasta el día de hoy, lo siento a mi lado con su potente presencia aún sabiéndolo entre las estrellas del universo.


Vivía en un pequeñísimo espacio de una casa antigua de inquilinatos en calle Rivadavia, cerca de Cerrito en pleno centro de la Capital. Una entrada común, una escalera y arribar a una cocina comedor, donde daban dos puertas: una para el baño y la otra para su dormitorio. En ese reducido lugar, había una computadora vieja sobre una mesita de dudosa estabilidad, dos sillas, una heladera vieja y…no recuerdo algo más.

Improvisamos un lugar para que pudiera dormir durante los pocos días que había programado quedarme allí, no podía aceptar que él renunciara al único recinto privado con el que contaba para su descanso e intimidad.


En una compra venta, conseguimos una puerta, yo contaba con dos caballetes (que aún los tengo) y se armó una mesada donde se podía trabajar cómodamente en nuestros quehaceres periodísticos (por mi lado) y musicales (por su lado). Debajo de esa mesada, un colchón de una plaza sería mi lecho con una lámpara creada por Marziali y que constaba de una maceta de plástico que, en el agujero de su base, le puso un portalámparas y un lámpara que serviría para leer por las noches, enroscando el cable a la pata de uno de los caballetes para enchufarlo en el toma corrientes que estaba al costado y abajo, es decir, a mi lado.


Nos quedábamos largas horas charlando y proyectando, él en su incesante afán de poeta y músico inventando canciones y soñando y yo con la idea que alguna vez llegaría a trabajar en algún medio importante (cosa que nunca ocurrió allí). En esas charlas nocturnas corría la grapa con miel que alguien, desde Mendoza, le enviaba. La verdad es que económicamente estábamos en la lona, él y yo, lo que hacía que comiéramos regular a veces y mal otras, no estando en condiciones de beber grapa con miel en demasiado cantidades. Pero, la charla ameritaba enfrentar el frío con esa maravillosa bebida espirituosa y cuando sentíamos que trepaba a la cabeza, nos poníamos él una boina y un tapado largo y partíamos a caminar por la calle Corrientes que estaba tan cerca.


No puedo recordar si hubo miradas asombradas o la indiferencia porteña acompañaba nuestra marcha por calle tan simbólica, lo que guardo en mi memoria es que nos deteníamos cada dos o tres pasos con la urgencia del gesto de Jorge que pedía atención: “escuchá, escuchá”, decía, “ qué tal esta melodía?” y casi en un susurro tarareaba lo que acababa de crear. Así seguía esa máquina creadora durante el paseo y se extendía en ese rincón compartido de su casa. Lo recuerdo escribiendo frenéticamente en el teclado de esa vieja computadora (que solo servía para ello), tantas letras, tantas ideas, tanto amor, tanta vida. Nuestra amistad siguió a través del tiempo y los lugares. Vino a Neuquén varias veces, paró en casa otras tantas, charlamos hasta agotar madrugadas y siempre recordábamos esa grapa con miel que fue refugio y lazo.


Hoy, cuando siento el frío patagónico, miro al cielo y lo veo haciéndome un guiño, tan provinciano él, y sé que me invita a un trago de grapa y miel. Ya no siento más el frío, Marziali sabe.




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