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La dinastía Verón

Son pocos los casos de dinastías perdurables en el fútbol, y aquí en Argentina tenemos un ejemplo de tales rarezas monárquicas en la historia de un deporte tan republicano, con la dinastía Verón. El domingo 7 de marzo, ha consagrado su tercera generación en la primera división del profesionalismo, en el exacto momento en que Deian Verón, hijo de Juan Sebastián, nieto de Juan Ramón, ingresó al campo de juego, en el partido que su club, Estudiantes de La Plata, goleó por 5 a 0 al Arsenal de Sarandí.


El abuelo, Juan Ramón, era conocido como “la Bruja”. Fue parte estelar de aquel equipo formidable dirigido por Osvaldo Zubeldía, que conquistó, en 1968, la Copa Intercontinental, venciendo en el estadio Old Trafford al Manchester United. Muchos argentinos seguimos aquella campaña desde remotos televisores blanco y negro, adivinando figuras que corrían detrás de la pelota en imperfectas transmisiones que apenas llegaban a 300 kilómetros de Buenos Aires.

Dinastía Verón: Juan Sebastián, Juan Ramón y Deian - (Diario Uno)
Deian Verón en juego.

Esa época gloriosa, en la que un modesto equipo argentino batalló contra los más grandes del “primer mundo”, tuvo en Juan Ramón Verón una especie de síntesis del talento y la eficacia de los jugadores argentinos. En las abarrotadas tribunas se cantaba “si ve una bruja, montada en una escoba, ese es Verón, Verón, Verón que está de moda”.

Los mismos argentinos vimos después aparecer y crecer, con el mismo 11 en la espalda y en el mismo Estudiantes de La Plata, a Juan Sebastián. Puro talento, con una derecha de oro. Jugó en la Selección Nacional, y se fue a recorrer el mundo, ya en una época en que Argentina se convirtió en país exportador de jugadores. Hoy es el presidente de ese club que lo vio a él y a su padre desparramar eficacia sobre el césped.


El domingo 7 de marzo, la dinastía puso en la cancha a Deian, el más pichón, el nieto de La Bruja, el hijo de La Brujita. Jugó pocos minutos, que le alcanzaron para detener un balón con la almohada del pecho, y hacer decir a los relatores que ese solo gesto confirmaba la genética de la ascendencia irreprochable.

En un país acostumbrado a repetir defectos, de vez en cuando se repiten virtudes.


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