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Los conventillos que supimos conseguir

Por María A. Martínez


“Sea propietario” prometían los folletos de las agencias de promoción de la Argentina en Europa destinadas a los proletarios europeos, que eran alojados a su arribo en el llamado “Hotel de Inmigrantes”, un depósito de seres humanos, del cual se los expulsaba a los cinco días, quedando librados a su escasa o inexistente fortuna.


A la salida del Hotel estaban los “promotores” de los conventillos, subidos a carros que trasladaban a los inmigrantes hacia su nuevo destino. No había contratos de alquiler; el primer recibo de pago se lo daban al inquilino a los tres meses, para poder desalojarlo por falta de pago cuando el encargado o el propietario lo dispusiese.


A comienzos de 1880 en Buenos Aires había 1.770 conventillos, en los que vivían 51.915 personas repartidas en 24.023 habitaciones de material, madera y chapas. Para mediados de 1890, ya eran 2.249 para 94.743 inquilinos.


En su ilustrativo “Estudio sobre las casas de inquilinato de Buenos Aires”, de 1885, el doctor Guillermo Rawson, anotaba: ”De aquellas fétidas pocilgas, cuyo aire jamás se renueva y en cuyo ambiente se cultivan los gérmenes de las más terribles enfermedades, salen esas emanaciones, se incorporan a la atmósfera circunvecina y son conducidas por ella tal vez hasta los lujosos palacios de los ricos.


Responso


Se despertó. Sintió la respiración fuerte de las otras mujeres, el aire torpe y la oscuridad. Rosalía una vez más amaneciendo dentro de la pieza de tres por tres, se puso la camisola sobre la camisa y después el saco tejido que había hecho de manta, sobre la espalda. Buscó la falda, las medias largas y los zapatones. Caminó chocando con los otros catres antes de abrir despacio la puerta. Una luz en forma de hebras empezaba a deslizarse desde afuera. En las otras piezas se encendían los primeros braseros. Llegó hasta la letrina al final del pasillo, abierta y vacía, por la gracia de Dios. Volvió después por la galería.


En el cuarto encontró a la rusa ya levantada, dispuesta a trabajar en su máquina de coser, que ocupaba el lugar de un catre, y por ese lugar extra pagaba un alquiler y medio.


Despacio le tocó la frente a Carmen, ardía, se quejaba con un runrún apenas audible. Llevaba varios días así. No había qué poder hacer, a quién recurrir. Le secó el sudor. Rosalía y la rusa cambiaron una mirada entendiéndose sin idioma en el lugar común de los sobrevivientes, lugar de caída.


Minutos después cruzaba el patio central, apretando las manos sobre el abrigo.

Fuentones, braseros, banquitos, escaleras, canastos, barriles, y un aljibe que se levantaba en el medio. Era el segundo mes de huelga de pago de los alquileres, ya con un muerto a cuestas, intentos de desalojo, corridas y amenazas.


La vuelta de noche al conventillo, cuando la noche ya estaba puesta sobre los portales, no era fácil. Todo era oscuramente desconocido.


Volvía de pelar papas en el hotel de inmigrantes, doce horas de cuchillo le rajaban la piel del pulgar derecho. Volvía siempre con el dedo envuelto en trapo por las cortaduras. Tenía sólo un mate cocido y un bollo de pan en el estómago.


Apenas entró le dijeron que la Carmen, la española, había muerto y la policía sanitaria se la había llevado. No tardaría en ser reemplazada por otra.



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