Medio pedal, una historia real
* La Bici, un relato de Mingo Racedo desde el Arroyón.
Siempre le tuve respeto a la bici de mi viejo, siempre, y no solo por el hecho de poder pincharla, sino también por el hecho de poder andar en ella.
El medio pedal de mis amigos, no era lo mismo que el mío. Ellos metían un pie por el medio del cuadro de la bici, se prendían del manubrio y haciendo un equilibrio extraño se largaban medio pedal por la cuadra, se los veía venir en "v" por la calle, mantenidos por una fuerza de gravedad que requería mucho esfuerzo.
Nunca lo pude hacer, me cansaba demasiado, así que optaba por subir apoyado en un árbol, sentado en el asiento, y largar mi medio pedal apoyado en el caño superior de la bici, en un sube y baja interminable, cuando debía parar, apuntaba un árbol, una tapia, un palo de luz o lo que fuere y le pasaba raspando, deteniendo mi marcha con una mano.
Muchas veces no me alcanzaba con una y cuando dejaba el manubrio a la buena de Dios y me aferraba como náufrago a ese algo, allá iba la bici y parte de mis piernas, hasta quedar en un abrazo brusco y descender flaquito a la tierra. Nunca supe andar de otra forma, hasta que las piernas me alcanzaron todo el largo de la pedaleada, sin necesidad de bajarme del asiento.
A mi padre nunca le gustó el centro de la ciudad, por lo menos no lo demostró nunca. En el tiempo que yo dibujaba casitas flacas de puerta al medio, de humito en chimenea, techo a dos aguas y árbol, tuve un descubrimiento asombroso: Sanichelli me enseñó a dibujar con un número dos, un pato. Fue un hallazgo fabuloso, descubrí la anatomía que podía salir de un círculo, traspasar en cuadriculado un dibujo pequeño hasta hacerlo gigante. Sanichelli nos enseñaba con una destreza única, eso que el secundario le daba, o su curiosidad innata.
Yo estaba extasiado con mi “dos” pato y a mi magro dibujo de casita y chimenea le sumé un caminito, un río y patos. El cuaderno liso de dibujo se llenó de patos, de casitas y chimeneas.
Un día mi padre me llevó en bici al centro; mi madre me peinó tanguero, me puso el saquito corto, verde como la esperanza, el pantalón corto marrón, medias blancas y las Skipy. Salimos con mi asombro de ojos grandes, bajamos a vuelo de flecha por la Bajada del negrito muerto, pasamos el abasto, y entramos a la Avenida Vélez Sarsfield y mis ojos se hicieron gigantes. Allí estaba la inmensidad desconocida, casas para comer y los juguetes, no cabían en mí tantos misterios, tanta altura construida.
Dejó mi padre la bici en algún lugar y caminamos por las calles, de la mano de mi viejo me bebía el paisaje, masticaba las veredas, tragaba los edificios.
Entramos a un lugar de pilares a la entrada, mármol en el piso liso. Atiné a sacar mi autito, copia de plástico del auto de Fangio y le fui largando el hilo hasta que hizo contacto en el suelo, le di hilo para que anduviera a sus anchas y quede estático al levantar la vista. Mi padre se detuvo. Frente a nosotros estaba un cuadro de dimensiones magníficas.
Una mujer de blanco vestido largo, mirando al costado de nosotros, un niño jugando a algo y una mujer en el extremo, semidesnuda, con una mano levantaba un racimo de uvas y el campo arbolado a sus espaldas. El cuadro daba calor, algo vibraba en silencio, eran reales sus manos, sus caras, sus uvas. Mi padre leyó: -”Tiziano-Amor sagrado, amor profano”-. Allí nosotros éramos un cuadro en sí mismo: parados al frente de esa pintura de dimensiones gigantes, con mi autito arrastrado, boquiabierto del asombro. Era todo ojos mi cara.
Me fue imposible dibujar por mucho tiempo, ridículos mis dibujos de humito y chimenea, estúpido el “dos pato”, mi árbol con sus florcitas.
Cuando le conté a Sanichelli a palabras desbordadas, con ademanes torpes para demostrar la belleza, le dije: -”la flor era una flor de estas, igualitas”-. Debe de haber visto algo, Sanichelli en ese tiempo, porque él ya entraba al secundario, algo, digo un misterio, un despertar de palabras. Me dijo -”Hay que estudiar, salir de este barrio de mierda”-.
No entendí, qué tenía que ver mi barrio, con aguas en los cordones y polvo en suspensión; no entendí, qué mierda tenía que ver los dibujos con el hambre y las jugadas al trompo. Qué mierda tenía que ver Tiziano con jugar a la pelota, con nuestros pantalones parches y la quema de basura. Ese día supe que Sanichelli había descubierto algo y que no me lo decía.
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Me encantó! Muy bueno!