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Reencuentro. *Por Mario Cippitelli

- ¿Vamos a caminar hasta que se esconda el sol?, sugirió ella.

- “¿Como en los viejos tiempos?”, preguntó él.


Eran las 6 de la tarde y la brisa llegaba desde el mar como una caricia en ese otoño atípico, tan templado que parecía ignorar los mandatos climáticos de la Patagonia.

Ricardo estaba sentado en un banco de madera que él mismo había construido 30 años atrás cuando junto a Julia, su mujer, pasaron el primer verano en la casa que habían comprado en cercanías de Camarones, un pequeño pueblo de la provincia de Chubut.


La idea de tener un refugio en el mar había sido discutida muchas veces por la pareja. Ricardo tenía dudas por la distancia que los separaba de Trelew, la ciudad donde residían; Julia defendía aquella iniciativa por la soledad y belleza que encerraba el lugar, una extensión de playa infinita, remota y virgen, alejada de todo, sin más contactos que la naturaleza.

Pero los paisajes primaron más que la lejanía y finalmente los dos decidieron que esa casita, que a principios de siglo había pertenecido a una familia de inmigrantes galeses, sería la mejor opción de descanso durante las vacaciones.

A lo largo de los años, Ricardo y Julia habían tomado la costumbre de caminar por la costa durante los atardeceres. Eran kilómetros que recorrían despacio, pisando la arena mojada y disfrutando el aire salado que les regalaba la bahía.


El silencio que los acompañaba solo era interrumpido a veces por alguna ocurrencia de Julia, que hacía que Ricardo estallara en carcajadas.


- “Tu sentido del humor fue lo que hizo que me enamorara de vos… te lo dije mil veces”, comentó él sin dejar de mirar el oleaje manso e hipnótico que llegaba a la playa.

- “¿No me digas?. ¡Pensaba que te habías enamorado de mi porque era bonita!”, bromeó ella. Él le sonrió con ternura.


Julia y Ricardo se conocieron a principios de la década del 60, en una oficina de la Municipalidad, donde ambos trabajaban. Ella era realmente una mujer hermosa, pero fue ese espíritu alegre y fresco el que cautivó a Ricardo.

Siempre había una oportunidad para que Julia tuviera una salida desopilante e inesperada que hacía reír a todos los que la escuchaban. Tenía ese don, esa capacidad innata para transmitir humor. Pero también era muy culta y sensible. Amaba la literatura y el buen cine y era una apasionada por la gastronomía. Igual que él.


- “Imitá a la jefa de recursos humanos, por favor”, le pidió.

- “¡¿Otra vez?!”. ¡Mil veces la imité! ¡No puedo creer que te sigas riendo de esa pavada!”, exclamó ella.

- “Por favor…”, insistió él.

Julia giró la cabeza hacia el costado, se despeinó con las manos y volvió a mirarlo con la nariz fruncida, los dientes exageradamente expuestos y un ojo medio cerrado.

- “¿Trajo el certificado médico, señoddd?; mide que le voy a descontad el día, ¿eh?”, le dijo con una voz nasal y aguda.


Ricardo lanzó una carcajada sostenida que le hizo saltar las lágrimas. En efecto, había escuchado la imitación mil veces, pero siempre le causaba mucha gracia porque la caricaturización de la jefa de Recursos Humanos –una mujer implacable y amarga- era realmente perfecta.

Ricardo se rió durante un par de minutos. Luego se recompuso, tomó una bocanada de aire fresco y con los ojos todavía llorosos miró a su mujer, pero esta vez con profunda melancolía: - “Te extrañaba tanto, mi amor…”.

Julia le acarició las manos arrugadas y manchadas por los años. Luego se le acercó hasta quedar frente a frente.

- “Te dije que si algún día yo no estaba no vinieras más solo a este lugar, pero sos tan cabeza dura… y encima te agarró la cuarentena”, le dijo con compasión.


Ricardo había tomado la decisión de ir a vivir al refugio de la costa 10 años atrás, cuando se quedó solo en la casa de Trelew. Su hijo Pablo, que había formado una familia en la misma ciudad, le dijo que no era una buena idea, que lo mejor era que se mantuviera cerca, especialmente para seguir con el control del tratamiento médico que había comenzado, y para que no perdiera el contacto con sus seres queridos. Pero no hubo forma de que el viejo entrara en razón. Después de todo, no estaba tan lejos y en ese momento, con 70 años, todavía se sentía joven. Una o dos veces por mes visitaba a su hijo, igual que al resto de sus amigos de toda la vida y también cumplía con los controles de salud. Lo que nunca se imaginó es que tiempo después, más vulnerable, quedaría aislado y completamente solo por culpa de una pandemia.


Julia le acarició la cara y lo tomó de las manos. - “Además de estar solo, no estás yendo al médico. Y tampoco estás tomando los remedios porque se te terminaron ¿O me parece a mí?”, le preguntó con tono maternal.

Ricardo esbozó una sonrisa. Luego se levantó, volvió a contemplar el mar y a un grupo de gaviotas que cruzaban el cielo.

- “¿Solo? –reflexionó- Hace casi una semana que volviste a estar conmigo y me siento realmente feliz, Juli. Pablo me va a traer los medicamentos en estos días, no te preocupes. Ahora quiero disfrutar tu compañía”.

Julia lo tomó del brazo y luego recostó la cabeza en su hombro.


Durante las vacaciones de verano era común que los dos pasaran horas en el living de la casa del mar escuchando música o leyendo y compartiendo poesías. Era una rutina que se repetía en los atardeceres, durante las maravillosas puestas de sol que se veían a través de la ventana.

Muchas veces Julia se acurrucaba en el pecho de Ricardo para que él le leyera algún poema de los que tanto le gustaban. Ambos los habían recitado durante tanto tiempo que muchos de ellos ya estaban grabados en sus memorias.


- “Te amo como se aman ciertas cosas oscuras… ¿te acordás cómo seguía este soneto de Neruda?”, preguntó él.

- Secretamente, entre la sombra y el mar”, dijo ella mirándolo a los ojos.

Ricardo la abrazó con fuerza, como si tuviera la intención de no separarse nunca más. Así se quedó unos minutos mirando el horizonte, extasiado con el paisaje y el entorno; adormecido con el perfume de su compañera.

- Vamos a caminar hasta que se esconda el sol", insistió Julia.

- “Con una condición”, contestó él con una sonrisa.

- “Ya sé lo que estás pensando –se anticipó ella- pero te lo advierto: ¡no voy a hacer ninguna payasada para que te rías, viejo loco!”. Ambos volvieron a abrazarse.


La tarde caía despacio y los destellos del sol teñían el oleaje con reflejos amarillos, naranjas y plateados.

A lo lejos en el horizonte, la figura de Ricardo comenzó a alejarse por la playa hacia el oeste. Iba alegre en su soledad, disfrutando la arena en los pies, gesticulando y señalando el cielo y, cada tanto, lanzando ruidosas carcajadas.

Caminaba despacio por sus achaques de viejo, pero inmensamente feliz y agradecido. La cuarentena le había regalado un hermoso e inesperado reencuentro. Y lo estaba disfrutando más que nunca; con la misma pasión e intensidad que en los viejos tiempos.



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