Aquel libro y el maldito carbón
Fue el hecho de estar distraído o concentrado en un desafío que merecía la máxima atención como encender carbones para hacer un asado.
Era el otoño de 1976 y hacía tres semanas que el músico neuquino Naldo Labrín se había exiliado en México escapando de la dictadura militar argentina.
Naldo, guitarrista de excelencia, había compartido escenarios en la década del 70 con figuras como Atahualpa Yupanqui, Mercedes Sosa y Alfredo Zitarrosa, con quien trabajó durante muchos años.
En México recibió la ayuda del dramaturgo y titiritero Roberto Espina, quien lo hospedó en su casa hasta que pudiera conseguir un trabajo y, de esta manera, lograra rehacer su vida en este país que no conocía, pero que le había abierto las puertas como a muchos otros argentinos.
En uno de esos días del otoño mexicano, Espina llamó por teléfono a Naldo y le avisó que en unos minutos llegaría un vehículo con carne para que él hiciera un asado. El objetivo era agasajar a unos amigos de otros países que también estaban exiliados en México. “¿Te animas?”, lo desafió con ironía.
Conocida la fama de los argentinos en las artes de asar carnes a la parrilla, Naldo no tuvo otra opción que aceptar el pedido de su amigo. Después de todo lo que estaba haciendo por él, no le costaba nada prender un fuego y recodar su querida tierra haciendo un buen asado. De paso, conocería gente de otros lares que estaban en su misma situación, escucharía experiencias, lo aconsejarían… En fin, sería una buena manera de sentirse más protegido en este país que recién empezaba a conocer.
En esa comunicación telefónica, Espina le dijo que él se demoraría poco en llegar, pero que en caso de que fueran llegando los invitados, que los hiciera pasar y asumiera el rol de anfitrión “como si fuera tu casa”.
Cerca de las 20, Naldo salió al patio de la vieja casona y se puso a limpiar la parrilla para comenzar el fuego. Lo único que lo incomodó fue que para el asado su amigo no había comprado leña sino unas bolsas de carbón.
El músico lanzó una puteada en voz baja. Estaba acostumbrado a hacer asado, claro, pero siempre con leña. El carbón lo fastidiaba porque costaba encenderlo. Encima de males, para prender el fuego no había ni papeles ni maderitas. Sólo carbón.
Mientras apilaba los cascotes negros en un rincón de la parrilla, recordó que en el baño había visto un secador de cabello y por suerte, cerca de ese sector del fogón había un tomacorriente.
Ya con el aparato en mano, encendió unas ramitas, le colocó unos trozos pequeños de carbón encima y empezó a avivar el fuego lentamente. No fue nada sencillo. El mismo aire del secador muchas veces lo apagaba y otras, la falta de oxigeno hacía que las llamas se ahogaran. Era realmente un fastidio.
En esa dificultosa tarea estaba, soplando con su boca, agitando un trapo, concentrándose en unas pequeñas brasas que habían florecido en medio de la montaña negra, cuando escuchó el timbre. Recordó lo que le había dicho su amigo y fue directamente a la puerta. Tal vez era algún invitado tempranero.
En efecto, cuando Naldo abrió la puerta, vio a un hombre morochón, de bigotes tupidos y sonrisa amplia. “Hola, soy Gabriel. ¿Llego muy temprano?”, preguntó el hombre mientras le extendía la mano.
“No para nada. Yo soy Naldo. Pasá… estoy lidiando con el fuego para hacer el asado”, le contestó.
Gabriel siguió a Naldo hasta el patio, se sentó en una silla que había junto a una pequeña mesa a pocos metros del fogón y desde allí vio como el músico neuquino soplaba, tiraba aire con el secador, traspiraba, maldecía y hacía todo lo imposible para que los carbones se encendieran.
Después de varios minutos, finalmente, las llamas comenzaron a multiplicarse y la aquella montaña negra se convirtió en una pira ardiente que ya no tenía vuelta atrás. El fuego estaba en marcha.
Aliviado por la hazaña, Naldo fue hasta a cocina y volvió con una botella de vino y dos copas para agasajar al invitado al que casi no le había prestado atención por estar concentrado en aquellos malditos carbones.
“¿Hace mucho que estás en México?”, preguntó Gabriel, mientras tomaba un sorbo de vino. “Hace unos 20 días, pero todavía no tengo papeles”, le contestó Naldo con evidente preocupación.
Gabriel lo tranquilizó. Le dijo que él era colombiano y que había logrado la residencia mexicana después de 12 años, aunque reconoció que tuvo suerte por la publicación de un libro que había sido editado en la Argentina, pero que rápidamente se popularizó en toda América. Eso hizo que el propio presidente de México, Luis Echeverría, lo invitara un día a cenar y le ofreciera el documento y el pasaporte sin ningún tipo de trámite.
“Vas a tener que recorrer varios pasillos de gobierno por un tiempo, pero confía; tú también eres artista. No vas a tener problema”, le dijo y le ofreció un brindis.
Naldo le agradeció las palabras y quedó un poco más tranquilo. Después de todo, él era realmente un músico reconocido y tenía un pasado que lo acreditaba. Si Gabriel lo había conseguido con un libro, él también podría obtener ese beneficio cuando se conociera su obra o lo escucharan en algún escenario. Sería cuestión de esperar.
Naldo fue una vez más hasta la parrilla para controlar el fuego y sin quitar la vista a los carbones mientras los atizaba, pegó el grito: “A propósito Gabriel… ¿qué libro fue el que escribiste para que tuvieras tanta suerte?
El morocho desplegó una sonrisa ancha y generosa cuando Naldo levantó la cabeza para mirarlo y le contestó: “Se llama Cien años de Soledad. Y parece que tuvo éxito”.
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