La calle Cenicienta
Todavía recuerdo cuando mi papá me sugería que fuera hasta esa huella de tierra que años después se convertiría en la calle Leloir para enseñarle a manejar a mi hermana. Por aquel entonces, a principios de los 80, era uno de los lugares más tranquilos y menos transitados que tenía la ciudad de Neuquén. Era realmente una huella que se desdibujaba con los vientos y que las máquinas viales se encargaban de recordarle su recorrido a fuerza de pasadas interminables con palas cargadoras y camiones que compactaban la tierra.
Nadie hubiera imaginado en aquel entonces que esa huella errática y agreste se convertiría en una de las avenidas más lindas de Neuquén, rodeada de edificios lujosos (públicos y privados) derrochando glamour como la calle icónica de cualquier ciudad moderna.
Lo volví a comprobar este sábado al mediodía, cuando decidí tomar un café en un restobar ubicado en una de sus esquinas, dentro de un plan recreativo cuyo único objetivo era tomar un poco de sol, mirar gente y sentir el ritmo de ese sector de la ciudad por el que transito habitualmente, pero en el que no me detengo para mirar con suficiente detalle.
Como no podía ser de otra manera, el bar es uno de esos locales modernos, acorde al nivel que tienen las decenas de edificios que florecieron en los últimos años y al resto de los comercios que acompañan el incesante desarrollo que tienen las ocho o diez manzanas del corredor.
Encuentro una mesa libre (la única) donde el sol le pega de lleno. Y ahí me instalo, a la espera de que llegue alguno de los mozos (chicos muy jovencitos, prolijos y con uniforme) para tomar mi pedido.
A mi alrededor, clientes en grupos de dos o de tres disfrutan un café, un aperitivo o un brunch (neologismo inglés que combina breakfast y lunch) que el local se encarga de recordarlo y promocionarlo en las pizarras que hay en la vereda y en las cartas prolijamente impresas con sugerencias gastronómicas. Hay muchas palabras en inglés porque en la glamorosa Leloir debe ser así. Por eso el local no es un café o una confitería, sino un Coffee Store.
A mi lado, una mujer y un hombre -que no hace mucho pasaron los 60- toman jugo de naranja y comen unos sándwiches que no son los comunes de jamón y queso, y que seguramente tendrán un nombre moderno e igualmente glamoroso. A los dos se los ve despreocupados; hablan poco como las parejas que llevan juntas mucho tiempo. Cada uno disfruta el momento a su manera, aunque ella parece estar en otra dimensión, definitivamente aletargada con el sol del mediodía.
Después de que llega el mozo y me toma el pedido -un café mediano y negro, simple- sigo observando mi entorno. Detrás de los veteranos, hay un grupo de jóvenes, también despreocupados de todo, que charlan sin parar y consumen sin importarle demasiado los precios de la carta. Del otro lado, dos mujeres mayores hacen lo mismo, mientras toman unos cafés con leche (seguramente coffee milk) acompañados por unas masas dulces que no alcanzo a identificar (¿croissants? ¿muffins?).
Mientras tanto, por el sendero que queda entre las mesas y la vidriera, pasan caminando personas en su mayoría jóvenes que seguramente serán del barrio. Todas van livianas de ropas, (remeras, bermudas, pantalones cortos o calzas) y algunas con mascotas, como una veinteañera que lleva a su caniche toy con una correa y se toma el tiempo para las urgencias que tiene el perro antes de cruzar la calle: una meadita prolija que se evaporará en cuestión de segundos y un par de soretitos bombones que serán retirados por la joven con una bolsita, sin la más mínima mueca de desagrado.
Tomo mi café, disfruto el sol y el paisaje urbano hasta que mi piel me reclama un poco de sombra. Entonces pago la cuenta y me voy.
Antes de llegar a mi auto que estacioné a pocos metros, vuelvo a contemplarla. La Leloir tiene su ritmo propio, contrastante entre la paz que se vive en la vereda de los edificios y el frenesí de autos que pasan a su lado. Es paqueta y ostentosa sin disimularlo; es envidiablemente moderna y lujosa, difícilmente accesible.
Es la avenida más densamente poblada de la ciudad, la que tiene una pared interminable de torres, la del Concejo Deliberante y la de la Legislatura; la que no conoce necesidades ni problemas vecinales.
Pero también es la calle que alguna vez fue la Cenicienta, aquella huella que hace 40 años estaba perdida entre las bardas, la que se desdibujaba con las lluvias, renacía con las topadoras y volvía a desaparecer con el viento.
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