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René, el pescador

El pescador se llamaba René. Él mismo manejaba un rastrojero desvencijado que tenía una pequeña cámara frigorífica a fuerza y hielo seco y avisaba a los vecinos de su presencia con un altoparlante por el que salía su voz metálica sin mayores estructuras literarias que las necesarias para promocionar los productos que llegaban desde San Antonio Oeste.

“Pescadoooooor. Hay filet de merluza, cornalitos, pulpos, mejillones….”, recitaba casi de memoria a través de un micrófono de gatillo, mientras manejaba a no más de 20 kilómetros por hora por las calles del barrio.

El sólo hecho de escuchar esa docena de palabras hacía que los chicos de la cuadra salieran corriendo detrás de sus madres o sus abuelas para ver tantos bichos que llegaban desde las profundidades del mar.

René, un hombre ojeroso y peinado a la cachetada, sonreía cuando se le venía encima el enjambre de pibes. Y estacionaba el rastrojero, descendía despacio, se dirigía a la parte trasera del vehículo y abría esa caja maravillosa a la espera de la clientela que comenzaba a hacer fila para ser atendida.


Con una balanza manual pesaba los pescados y mariscos. Luego los metía en una bolsa, los envolvía en papel de diario y que pase el que sigue.

Cuando yo era un niño siempre tenía la idea de que René en persona había pescado todos esos tesoros que tanto nos llamaban la atención. Estaba convencido que con ese viejo rastrojero viajaba largas distancias hasta un lugar que yo desconocía para adentrarse en el mar con una barcaza en busca de aquellos peces que le permitían ganarse la vida.


Lo imaginaba como un gran capitán desafiando tempestades y olas gigantes con el temple que tienen los marineros valientes y los hombres curtidos por la sal. Podía sentir su esfuerzo lanzando redes y recogiendo espineles pesados, despanzando peces de todos los tamaños antes de regresar al puerto y cargar su rastrojero para volver a Neuquén.


Mi abuela alimentaba esa fantasía. Me describía el barco internándose en la inmensidad del mar y me contaba del sacrificio de tantos pescadores que -como René- trabajaban con admirable esfuerzo para poder traernos productos frescos a quienes vivíamos en pueblos tan alejados del océano.

Supongo que aquellos relatos de mi abuela surgían de su felicidad al verme tan fascinado al escucharla y de disfrutar las aventuras que salían a cataratas desde mi imaginación.

Podría haberme dicho que en realidad René era un tipo común que vivía la rutina neuquina de todos los días y que una vez por semana recibía la mercadería desde el puerto de San Antonio para distribuirla por el pueblo. Pero hubiera sido una realidad dolorosa para mí, después de tantos sueños de altamar. Creo que por eso nunca lo hizo.


No recuerdo cuál fue el último día que pasó René por la calle Tucumán. Ni siquiera sé qué fue de su vida. Supongo que como otros tantos vendedores callejeros fue desplazado con el avance de los comercios cuando el pueblo comenzó a convertirse en una gran ciudad. O tal vez murió. No lo sé.


Aunque pasaron más de cuatro décadas, en mi memoria todavía resuena la voz metálica del altoparlante anunciando su llegada, la imagen del viejo rastrojero transitando a paso de hombre, de los chicos del barrio colgándose de la caja para ver esa increíble variedad de pescados, y de la larga fila de clientes ansiosos por comprar.

Y en mi imaginación renacen cada tanto esas aventuras maravillosas de mi niñez, con la barcaza luchando contra las olas y con aquel pescador valiente desafiando el viento y el mar. Sigue nítida la imagen de ese pequeño gran héroe que tanto admiraba. Aquel personaje fascinante que se llamaba René.



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