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Sanyú: el tipo de los dibujos


Celebrando los 70 años recién cumplidos del neuquino Héctor Sanguiliano, Sanyú, le hicimos una entrevista. Pasen y conozcamos más en intimidad a uno de los más grandes dibujantes de la Argentina.

Esta semana cumplió 70 años un verdadero pilar de la cultura del dibujo en Argentina, un “tipo” (a él le encanta esa palabra, y la usa todo el tiempo) que tiene una historia de raíz bien profunda con Neuquén y lo neuquino. De sangre italiana, mapuche y española don Héctor Sanguiliano, nació por circunstancias de laburo de su viejo en la ciudad de Buenos Aires, pero de pequeño la familia regresó a la zona del valle y Héctor es más neuquino que este viento que está soplando a raudales mientras usted lee esta nota.


Conocido en el mundo de la historieta y las editoriales de libros como Sanyú, un apocope de su apellido, que nada tiene que ver con el dibujante chino de principios del Siglo XX, el “tipo” comenzó su carrera en el 73, casi 74, publicando en un suplemento de humor negro, tono y estética que no lo definió en un estilo único, es cierto, pero es un registro que se le da con una fluidez genial. Cualquiera que lo siga en redes sociales le dará la razón a este cronista.


Pero por suerte el tipo es mucho más que eso, y gracias a esa avidez y ese don por dibujar tantas cosas y tan distintas, hoy tenemos dibujos suyos para ver con sus ojos mundos tan disímiles como los de Faulkner, Soriano, Ballard, Arlt, Hemighway y otras bestias de las letras universales. También tuvimos dibujos suyos en la Billiken de los ochenta (“Los Bici Ken” eran adorables) y a través de su imaginación y su mano hemos visto actuar en primera persona a lxs personajes más grandes de la historia en la serie de libros de la colección “Para principiantes”. Con él vimos volar al hombre alado de Cerati y hemos visto llorar a Stan Laurel, el hombre que nos hizo reír.


Si a él le gusta la palabra “tipo”, a nosotros –para hablar de él- nos gusta ponerle al lado el sintagma latín “rara avis”, pues eso es lo que define a este neuquino que abrió una editorial (Furor) en plena era de rapiña y crisis menemista, a la vez que terminaba de publicar una cosmogonía local (“Neuquenia”) en el Diario de Neuquén. El mismo tipo que fue creador y colaborador del Servicio Informativo Infantil “Cableniños” de la Agencia Télam y a la vez entregaba su propia versión de uno de los clásicos más clásicos entre los clásicos: La Odisea.

Viñetas de “Neuquenia”, originalmente publicada en el Diario de Neuquén, 1990
Viñetas de “Neuquenia”, originalmente publicada en el Diario de Neuquén, 1990

Sanyú ha trabajado ilustrando libros para mega empresas como Editorial Sudamericana y Kapelusz, pero también ha ilustrado libros de Silvio Winderbaum para la local Pido la Palabra o ha dibujado en el libro de poemas “La costa que todavía crece” que Alejandro Finzi editó para la también local Ediciones con Doble Z.


Sanyú es todos esos tipos, el que se comprometió en “El hombre desencuadernado”, el que le metió a la estética popular en “Boy Vampiro” o el que se metió en flor de kilombo con “El inspector Justo” (gugleen esa polémica, hasta una carta de Luis Felipe Sapag defendiéndolo encontrarán).


Viñetas de “El Inspector Justo y otros relatos”
Viñetas de “El Inspector Justo y otros relatos”

Actualmente vive en una casa con jardín en el Barrio Islas Malvinas, junto a su madre, dibujando cada vez que alguien se lo encarga, preparando su propio sito web. En la semana de su cumpleaños setenta, quisimos entrevistarlo y que aquellas personas que solo lo tienen de nombre y de referencia al pasar, conozcan más sobre este fenomenal tipo que tenemos el orgullo de tener aquí, a un timbrazo de distancia…



Sería muy bueno arrancar esta entrevista desde muy pero muy atrás. Le proponemos que nos cuente algo suelto de sus primeros 15 años de vida, eso que no aparece en ninguna biografía suya que se pueda guglear…


Uno de mis placeres de infancia era ir al cine de matiné, los sábados a las dos de la tarde en el Cine Español. Más o menos a los siete u ocho años conseguí la libertad de ir solo al cine, así que era una aventura extraordinaria. En esa época daban dos películas de aventuras, con lo cual pude ver clásicos totales del cine de la época, como “La diligencia” de John Ford, ese tipo de películas, o basuras: películas de aventuras que eran más que olvidables. Encima eso estaba acompañado por algunos cortos muchas veces humorísticos, muchas que continuaban de una semana a la otra, con algún héroe, como Tom Mix, en blanco y negro, que ya eran viejas cuando nosotros las disfrutábamos. El cine era una experiencia total. En esa oscuridad vivíamos esas aventuras de los “cómbois”, como le llamábamos nosotros, y estaba toda la magia en eso. Pero además de lo que pasaba en la pantalla, había una previa, con el telón que estaba delante de la pantalla, donde había estampadas una abigarrada sucesión de publicidades de ese Neuquén primitivo. Nosotros íbamos media hora antes y nos sentábamos como a la espera de un gran ritual, y uno de los juegos que teníamos era ponernos a descubrir en el telón tal o cual palabra que estaba oculta en alguno de aquellos avisos. Luego había escenas… apocalípticas… (piensa)… recuerdo una en particular: había un muchacho que tendría algunos pocos años más que nosotros, que había perdido una pierna en el ferrocarril, el tren le había cortado una pierna. El pibe andaba con una muleta. Me acuerdo, tengo la imagen aun hoy, de verlo apoyado con el codo en el escenario, manteniéndose con el codo izquierdo, mientras con el brazo derecho se defendía de un grupo de sátrapas que lo querían golpear ¡revoleando su muleta! Era una escena bastante… (sonríe)… conmovedora, por decirlo de alguna manera.


¿Alguna vez se le atravesó por la cabeza esa idea convencional del "triunfo", eso de "ser famoso" y esos espejismos que todas las profesiones tienen en este mundo?


La idea de dibujar para mí fue, más que una vocación: una obsesión. Antes de aprender a escribir cualquier palabra, yo dibujaba. Dibujaba en todo papel, papelucho y todo trozo de papel que tuviera un lugar libre. Ahí iba yo y le hacía un dibujo, con las limitaciones que podía tener en el dibujo en esa época. Y la idea de triunfo, por supuesto que estaba, cuando me di cuenta de que había gente que trabajaba de eso, leyendo las historietas de Billiken y lo que había en la época de mi infancia, viendo como publicaban nosotros nos dábamos cuenta de que había gente trabajando “de dibujar” e imaginábamos que aprendían de la “Continental School” (pronuncia “eschól” y se ríe) y la “Escuela Panamericana de Arte”. Siempre recuerdo esa publicidad de la Panamericana que era exactamente eso: cómo un muchacho, un tornero mecánico ponele, triunfaba aprendiendo a dibujar historietas. Y esto estaba dibujado por el tano (Hugo) Pratt y terminaba en un cuadro final en el que aparecía el muchacho en shortcito, en esas mallas un poco ajustadas, y estaba dibujando en una especie de yate, rodeado de señoritas. Esa era un poco la difusa idea del triunfo, por lo menos para un preadolescente que iba a la escuela todavía en pantalones cortos y el viento –con las piedritas que levantaba- le picaba las piernas. Para ese pibe que era entonces yo, el triunfo era una cosa bastante limitada. Pero el verdadero triunfo resultó ver impreso lo que uno había dibujado; esa era la idea que me perseguía, por decirlo de alguna manera.


¿Su mejor trabajo estable cual fue, hay uno?


El mejor lugar en el que he trabajado fue Ediciones de La Urraca, yo laburé en la revista “Humor” que empecé desde el primer número hasta la revista “Fierro”. De la historia de las editoriales argentinas, yo la editorial que más rescato es La Urraca, con la dirección de (Andrés) Cascioli, que era un genio él, en sí mismo, como caricaturista. Como gráfico para hacer tapas, no hubo tipo como él. Aparte era un capo administrando. Si bien el final de La Urraca fue un final muy triste, porque se fundieron, mucho tuvo que ver el menemismo, que persiguió a la editorial de una manera que era la que más dolía: le empezó a hacer juicios por plata, entonces le hizo agujeros de guita muy grande y los empujó a la quiebra. Pero Cascioli fue el primero en pagar dignamente, y no solamente eso: te devolvía los originales, cosa que ninguna otra editorial hacía. Columba, por ejemplo, los arrumbaba en un rincón para que después se perdieran y los tiraban a la basura. Y otros como los de record, que los vendían a precio oro en Europa. Los pagaban acá a un precio, bueno sí, pero lo vendían a Europa por cinco veces más ¡El de Record era un negocio redondo!(se ríe) Sí, sí: la mejor fue la Urraca. Además por la posibilidad de creatividad que todo el tiempo te daban. Yo les llevaba lo que llevara y lo publicaban, había un respeto por lo creativo que era extraordinario. Eso se lo debíamos a Cascioli, porque él era el verdadero factótum de toda esa movida.


¿Y hay entre todas las personas con las que trabajó un guionista favorito?


El mejor guionista que conocí fue Carlos Trillo. Una tipo abierto, capaz de darle una oportunidad a cualquiera; si tenía la posibilidad, te daba la oportunidad. Era un tipo de una humildad tremenda, y un laburante a full, era alguien sin ninguna veleidad. El tipo era un guionista de historietas, fue guionista de historietas toda su vida, jamás tuvo la idea de sr un literato ni nada por el estilo. En Argentina hizo “El loco Chávez”, un hallazgo, donde creo una manera nueva de ver al porteño, fue una historieta de una transversalidad impresionante y después de eso sus trabajos más importantes los hizo en el exterior. La Argentina de los 90 se puso tan cuesta arriba que el tipo emigró creativamente. Siguió viviendo acá, pero toda su producción estaba dirigida al exterior, ya no hacía nada pensando en el público argentino, como con el Loco Chávez, sino que ya pensaba en qué querían los editores internacionales y ahí hizo cosas verdaderamente extraordinarias, encima acompañado por unos dibujantes de la ostia que el tipo supo elegir. Su mayor mérito, decía él mismo, era escribir guiones para dibujantes, porque sabía cuál era el fuerte de cada dibujante y explotaba al máximo eso. Tenía esa virtud, por eso creo yo que creó historietas emblemáticas afuera, que acá se conocen poco pero en Europa son clásicos, y ahora en EEUU, porque la historieta europea está entrando en EEUU. Con él fue con quien más trabajé, en general hicimos historietas humorísticas que hacíamos para la revista “Humor”, eran historietas cortas, compartíamos bastante. Yo empecé a trabajar en la revista “Mengano” y él estaba ahí, así que nos hicimos amigos. Él era mayor que yo, y ya era un referente, estaba haciendo el Loco Chávez y estaba haciendo guiones para el viejo Breccia, y aun así me dio su amistad. Por eso digo que era un tipo humilde, me dio la amistad a mí, que era un pibe que llegaba del interior, haciendo mis primeros pasos. Compartíamos mesa de café ahí, en un bolichito que estaba enfrente de la redacción de “Mengano”. Nosotros entrábamos a las tres de la tarde, y estábamos en la oficina de los dibujantes y diseñadores, y aparecía Trillo a las cinco de la tarde, abría la puerta y me decía “¿vamos a tomar la leche?” Y ahí íbamos, a la cinco, a merendar, y nos quedábamos hasta las ocho de la noche hablando pavadas y recibiendo gente. Nadie me venía a ver a mí, claro, todos venían a verlo a él. Y ahí aparecían grandes figuras de la época, que hoy están olvidados, como Tonio Gallo, Liotta, Félix Saborido, que del brazo de Trillo tuvo una época de reconocimiento que salió de aquella revista de Mazzone, “Capicúa” y llegó a publicar hasta en “Humor”. A esa mesa iban todos, llegaba el viejo Breccia, Altuna, Soriano antes de escapar para el exilio. O Quino, que hacía una doble página especialmente para la revista; o Fontanarrosa, que le publicaban Inodoro Pereyra. Fue una época maravillosa que se terminó con la dictadura. Cerró “Mengano” y todo eso desapareció.

Tira de Sanyú y Trillo publicada en la década del 70
Tira de Sanyú y Trillo publicada en la década del 70

Nombre las tres historietas o novelas gráficas que siempre quiso hacer y aun no hizo


Puedo mencionar tres proyectos, los que recuerdo. Mi primer proyecto de historieta larga, a la manera de la adaptación de “Triste, solitario y final” de Soriano fue de joven, en el 73, era una historieta sobre un mundo paralelo donde había un territorio salvaje ocupado por una tribu que cada noche hacía una ofrenda a los dioses y esa ofrenda era toda la comida que se recolectaba, que se ponía en un altar y eso desaparecía. Era un ritual religioso, había que mantener a los dioses contentos, por eso los tipos todos los días hacían ese ritual. Hasta que un día uno descubría que en realidad eso iba no a los dioses, sino a una pequeña ciudad pequeña, del futuro, que estaba regido por unos señores mentalistas, que tomaban esa ofrenda que los tipos les dejaban. Con eso los tipos vivían, o sea que se alimentaban de lo que los otros hacían día a día dándole un carácter místico. Pero un día uno (de los tributantes) ingresó a la ciudad y descubrió que afeitándose, cortándose el pelo y vistiendo las ropas que usaban en la ciudad, los tipos eran iguales a ellos. Entonces volvía y ponía bajo aviso a su gente de que estaban viviendo en un engaño y ahí mismo provocaba una rebelión. Esa fue la primera historia que nunca dibujé. La segunda fue por los 90, en esta época de las privatizaciones, era una historia en la que los humanos que tenían trabajo y cierta posición social, tenían insertado en el pecho una tarjeta, algo como un chip, debajo del esternón. Cuando los tipos se enfermaban se presentaban en un lugar, te acostaban en una camilla y había un lector que leía el rango que vos tenías dentro de la sociedad y te derivaba -en un edificio súper moderno- al lugar que consideraran necesario para curarte. La historia era así: había dos muchachas que eran pareja, y una de ellas no tenía la tarjeta implantada, por eso su compañera salía a robarle la tarjeta a otra persona para poder mandar a curarla. De esta nunca pasé de esta idea inicial. Y la tercera es un poco más actual, que tiene que ver con la base china que hay en la provincia, que fue una idea pre-pandemia que ahora, después del coronavirus, habría que revisar; pero bueno, la idea era que la base china en realidad es un portal que va directo a China, un portal místico que atraviesa el centro de la tierra por el cual se preparaba una especie de invasión. Creo que esa es la otra historia que jamás voy a dibujar.


¿Es muy inestable el estado laboral, previsional de alguien que dibuja, hubo herramientas legales laborales como para que un tipo como usted, que es un grosso indiscutido, pueda vivir bien y no precarizado a pleno?


Confieso que viví una época irrepetible, totalmente distinta a la que hay ahora. Yo participé en una época donde la historieta todavía era un oficio, estaba pasando a ser un arte, porque ya había estado la bienal de historieta del 68 en Argentina; en Francia la historieta había llegado a los museos. Pero esa revalorización paradójicamente le quitó cosas a la historieta masiva. Esa historieta que se hacía como chorizo porque había que llenar páginas, entonces había excelentes artesanos y otros menos dotados, pero como había un cierre, y las historietas eran quincenales, semanales, mensuales… ¡había que llenar páginas! Y había que cumplir, eh. Así era como dibujantes consagrados como Solano López mientras dibujaba “El Eternauta” tenía que estar dibujando dos o tres historietas más a la vez. Me acuerdo que había un dibujante que había empezado en los 40 con esto de la historieta y él contaba que con 16 años se presentó en una editorial con sus dibujos y le dijeron “sí, te contratamos, pagamos 1 peso por viñeta”, es decir: ¡un peso por cuadrito! (se ríe) Entonces cuando fue a cobrar a fin de mes, el pibe se encontró con que cobraba más que su padre, que era un bancario. Yo viví un poco esa época, en la que entre las colaboraciones que hacía, más las ilustraciones para los libros, hacía una buena mensualidad. A veces me tocaban trabajos grandes que me permitían hacer algo más de guita, pero siempre tenía asegurada la mensualidad. Por ejemplo, con las cuatro páginas mensuales que vendía para “Humor”, dos quincenales, yo tenía para pucherear. Y después tenía la ventaja de hacer colaboraciones, porque tenía el tiempo y la posibilidad. Eso me permitió facturar, fui monotributista y no sé cuántas categorías que hubo desde aquellos tiempos. Por suerte siempre fui prolijo con eso, porque eso me permitió jubilarme, con una jubilación ridícula (se sonríe) pero hice una carrera previsional bastante normal, digamos. Hoy es totalmente distinto, ese mercado de la historieta como artesanía, como oficio, no existe. Los que quisieran publicar historietas no cuentan en este país con editoriales como Record, Columba o La Urraca, ninguna de esas empresas editoriales está en pie. Hoy en día los que triunfan en la historieta, porque siempre hubo excelentes dibujantes en Argentina, triunfan en Europa o EEUU, son tipos que son millonarios (que viven de trabajos con mega empresas y franquicias) ya no existen aquellos “medio pelo” que habían en mi época. El viejo Breccia y yo que empezaba, por aquellos días, cobrábamos lo mismo por las colaboraciones, era así. Cuando salió trabajo en La Urraca, Breccia tuvo una gran oportunidad de seguir trabajando, porque no tenía mucho lugar en otras editoriales. Cuando estuvo en Record tenía que dibujar lo que él consideraba de lo peor de su producción, que era ese estilo adocenado con el que se laburaba para Europa. Él podía hacer las dos cosas, tener un estilo comercial y otro superlativo. Y en Record se manejaba de esa manera porque era lo que le permitía vivir, laburaba en el oficio. La condición hoy es que el grueso de los dibujantes se autoedita y solo unos pocos consiguen trabajar para Europa o EEUU bajo la condición de trabajar para otros, dibujar para súper héroes, que se yo, ese tipo de cosas que son poner tu trabajo al servicio del pensamiento del otro. Muy distinto a hacer historieta para la gente de uno(sonríe una vez más) ¡eso fue un privilegio!


Fernando Barraza - Publicado em Vá con firma

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