Urgente homenaje para un loco de remate
Siempre que el Trépano venía a mi casa, mi perro Joaquín lloraba. Primero gruñía apenas lo veía y le ladraba una y otra vez. El llanto desconsolado se iniciaba cuando el Trépano se sentaba frente al piano que había en el comedor y comenzaba a aporrear las teclas y a cantar. El repertorio era tan feo que nos hacía reír a todos; menos a Joaquín, el salchicha cascarrabias que suplicaba con aullidos que ese hombre terminara su concierto cuando antes. Y cuando lo hacía, los asistentes teníamos que aplaudir moderadamente, pero no mucho porque corríamos el riesgo de un bis.
Por lo general, mi mamá era la que intervenía y le invitaba un café con leche con un pedazo de torta, una factura o lo que fuera. Lo importante era sacarlo del piano. Y si rechazaba el ofrecimiento, había algo que no fallaba: comprarle cualquier artículo que vendiera, ya fueran huevos, biromes, estampitas o cualquier baratija que anduviera ofreciendo.
“¿Que andás vendiendo, Juan Carlos?”, le preguntaba. Mi mamá sabía que le decían “Trépano”, pero prefería llamarlo con su verdadero nombre, ya que sostenía que ese apodo era un poco agresivo y hasta despectivo. Nunca que le dijimos que él nos había contado que el origen de aquel apelativo estaba vinculado a supuestas proezas sexuales con decenas de mujeres que decía que había tenido (y que siempre tenía). Sostenía que era una máquina similar a las cigüeñas que trepanaban la tierra en busca de petróleo.
Pero ese no era el verdadero perfil del Trépano.
Juan Carlos Cabeda vivía a pocas cuadras de mi casa y era uno más de los muchachos del barrio, aunque nunca hablaba de su familia. Contaba que había venido desde Salta a trabajar en la obra de El Chocón junto a su padre cuando era casi un niño. Pero nunca le creímos porque siempre pensamos que se trataba de uno de los tantos inventos; algo más de su locura.
El Trépano estaba loco de remate, aunque su demencia era simpática y hasta graciosa. Muchas veces fue blanco de burlas y de cargadas (bullying dirían ahora), pero él se reía de las bromas. Y se tomaba siempre en serio los desafíos que le proponían, aunque la recompensa fuera una hamburguesa a la salida de un boliche, o unas simples monedas. Él mismo proponía pruebas insólitas frente a las decenas de grupos de amigos con los que frecuentaba. “¿Qué apostamos, fiera?”, decía desafiante.
Nunca tuvo un trabajo fijo. Siempre se dedicaba a las changas, vendiendo lo que podía en la calle, especialmente en el vecindario, donde todos lo conocían. Por eso, frecuentemente llegaba a mi casa y cuando lo hacíamos pasar, se iba directamente al piano. El salchicha lo odiaba con toda su alma perruna. Pero nosotros le teníamos paciencia. Sentíamos compasión por él porque intuíamos que su vida no había sido sencilla y que vivía en su mundo cada vez más cerrado y más loco.
Decía que con el dinero que ganaba en sus trabajos colaboraba con su mamá, que vivía con él, pagaba sus vicios, que durante algunos años no fueron nada grave, y se compraba indumentaria para entrenar, porque participar en los maratones era siempre su gran pasión. Y la verdad es que lo hizo bien durante bastante tiempo. Solía correr decenas de kilómetros, día tras día, aun durante las mañanas heladas del invierno o las tardes sofocantes de verano. “Me anoté en la carrera del aniversario de Neuquén”, explicaba cuando uno se lo cruzaba por la calle, empapado de transpiración o extenuado por el esfuerzo. Todos lo alentábamos a que siguiera, le decíamos qué podía lograrlo. Y él se lo creía. E inmediatamente nos saludaba y seguía corriendo con la mirada clavada en algún punto, concentrado en su sueño de campeón y de gloria.
Nunca supimos si el Trépano había sido un loco lindo desde siempre o si se le había chiflado el moño cuando era adolescente, pero quiénes lo conocimos desde que era muy joven, nos dimos cuenta que esa demencia fue in crescendo con el correr de los años y que se agravó por el consumo de alcohol, cada vez más frecuente.
De todas maneras, siempre mantuvo ese perfil pintoresco, aun en sus peores días. Le fascinaba aparecer en los medios para que le hicieran entrevistas, siempre posaba cuando le pedían una foto y hasta firmaba autógrafos. Nunca fue un tipo agresivo; todo lo contrario. Siempre se mostró solidario, aunque no pudiera colaborar más que con su fuerza bruta o con sus ocurrencias para que otros se divirtieran a su costa. Hoy a la distancia, siento vergüenza por tantas veces que me mofé de él, de mi estupidez adolescente. Reírse de un loco... vaya viveza miserable.
El Trépano murió el 26 de octubre de 2010, de una manera absurda. Lo encontraron tirado en su casa con un golpe en la cabeza. Creen que se cayó desde un lugar alto, que pegó con su frente, que se levantó como pudo y luego se acostó a dormir. Nunca despertó. Ese fue el final de este loco misterioso que conoció y fue amigo de media ciudad.
Siempre que me tropiezo con alguna foto suya o cuando mencionan su apodo en una charla, pienso en él y en su historia. Y hasta me ilusiono con una calle con su nombre, aunque soy consciente de que en Neuquén no hay ninguna que tenga el perfil necesario para cargar con semejante homenaje.
Imagino que tendría que ser una calle cortita y desviada, sin esquinas, con veredas cruzando como puentes de un lado al otro, con semáforos a mitad de cuadra y árboles interrumpiendo el tránsito.
Sería la calle donde la gente caminaría riéndose a carcajadas. Una bien rara, desopilante y chiflada, con carteles indicativos de muchos colores: “Esta es la calle del Trépano” y, entre paréntesis, “un loco que se llamaba Juan Carlos”.
Mario Cippitelli #locolindo #trepanoneuquen #personajesneuquen #mariocippitelli
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