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Estrategias para una primera declaración de amor

Siempre las primeras declaraciones de amor fueron difíciles. Nadie está preparado para decirle a otra persona que la quiere. Puede ensayar estrategias una y mil veces, pero a la hora de expresar sus sentimientos, ahí en vivo, en persona, cuesta mucho. O muchísimo.


Y no me refiero a cualquier declaración de amor, sino a la primera que alguna vez hicimos. Es decir, la primera vez que tuvimos que enfrentar a alguien para decirle te amo, te quiero, me gustás, quiero que seas mi novia…En fin.


Supongo que ahora las cosas cambiaron. Ya no hay tantos protocolos ni vueltas. Los adolescentes tienen más libertad, los tabúes desaparecieron y hoy, los chicos y las chicas pueden asumir ese rol sin tantos preámbulos, ensayos ni estrategias, aunque sea la primera vez. Puede ser una charla casual que deriva en esa declaración franca y sincera, sin vergüenza o temores, que se cierra con un beso y chau, a otra cosa. Y si aquel amor no es correspondido, no pasa nada. Puede aflorar alguna pena, pero la vida sigue.


Pero para quienes pasamos los 50, aquella “primera vez” no era un trámite sencillo, especialmente cuando las mariposas aparecían en la panza en el primer tramo de la adolescencia, casi en el límite de la infancia.

Lo sufrí en persona cuando recién había cumplido los 14 y tenía más experiencia en jugar a los autitos rellenos de masilla, o en cazar lagartijas en la barda, que en el arte de la seducción. Esa edad que marca ese límite mágico y difuso que hace que uno se comporte como un niño, pero a la vez empiece a experimentar los síntomas de la adultez.

Por aquel entonces, conocí a una mujercita muy bella en la casa de unos amigos que teníamos en común. Y me enamoré. Ella tenía un año menos y tuvo la misma reacción que yo ese día en que nos conocimos. Eso me enteré tiempo después, porque durante varios días, nuestra comunicación fue un mero cruce de miradas cómplices, caritas, gestos, algunas que otras palabras y nada más. ¿Cómo sabría que esa hermosa jovencita realmente sentía lo mismo que yo? Era necesaria y urgente una declaración de amor.


En el grupo de amigos del barrio había tipos experimentados en distintas actividades y pequeños oficios. Algunos eran expertos en rastrear lagartijas; otros en trepar los pinos que había en el edificio de Vialidad para buscar nidos de palomas. También estaban los habilidosos con la pelota y los de la puntería increíble con la honda. Pero ninguno se caracterizaba precisamente por ser un galán seductor. Es que yo era uno de los más grandes (sólo había uno con 15 años) y el resto andaba por los 13, 12 y hasta 10 años, como mi hermano.

“Tenés que decirle que ella te gusta mucho y después le das un beso”, me dijo Gabriel, el más canchero y mayor de todos, que ya había tenido su primera experiencia en materia de amores. Sonaba fácil, pero había que hacerlo.

Algo parecido me dijo mi mamá cuando le conté que me gustaba una chica. Se rió y me abrazó. “¡Decíselo!”. Por supuesto que no me atreví a pedirle asesoramiento sobre el beso. Ya la primera declaración de amor era un gran tema para ensayar. El protocolo para un primer beso era demasiado.


Leí algunos libros de poemas que había en mi casa, especialmente uno que tenía las famosas rimas de Gustavo Adolfo Becquer, para ver si en aquellas páginas podía encontrar las palabras que yo necesitaba. Tomé apuntes de algunas frases y escribí varios renglones que luego intenté memorizar recitándolos mil veces, como si estuviera por rendir una prueba de historia. Era obvio que aquel breve escrito comenzaba con “Tengo que decirte algo…”

Foto Ilustración (Google)
Foto Ilustración (Google)

Paralelamente, también miré varios capítulos de novelas románticas y pegajosas que daban en la televisión de los años 70 para analizar el comportamiento que tenían los galanes. Eran escenas donde la pareja se miraba a los ojos durante varios segundos, mientras sonaba una cortina musical que paralizaba a todos los televidentes, hasta que el tipo finalmente le chantaba un beso como si esa fuera la última vez que iba a besar a esa mujer. Impresionante.


El día que tomé la decisión de declararle mi amor, la pasé a buscar a la salida de la escuela. Nos vinimos caminando despacio desde María Auxiliadora hasta el centro y cuando estábamos por llegar a su casa, la invité a la plaza Ministro González. Era una tarde hermosa y soleada. En el lugar había poca gente. Algunas madres con sus chicos, personas solitarias en los bancos… Los habitué de siempre que tienen las plazas.


No sentamos debajo del monumento de aquel hombre que fue testigo de la fundación de la ciudad de Neuquén y nos quedamos mirando el paisaje. Cambiamos algunas palabras, pero a medida que corrían los minutos los silencios se hacían más largos. No podía esperar más. Yo sabía que ella sabía. Los dos sabíamos.

Intenté recordar lo que había escrito y que –supuestamente- lo tenía tan bien aprendido, pero no hubo caso. Lo único que me venía a la memoria era “tengo que decirte algo”.


Y en medio de aquella tormenta interna de pasiones y nervios ocurrió algo inesperado. O mejor dicho, ocurrió lo que los dos estábamos esperando que ocurriera.

En el silencio más largo, de esos que dicen que se producen cuando pasa un ángel, nos quedamos mirando de frente, como si no importara nada más en el mundo que ese momento. Y nos fuimos acercando despacio, sin miedo. Cada vez más. De a centímetros, de a milímetros, hasta que finalmente nos dimos un beso hermoso, tan dulce como inocente.


Así, acurrucados, aliviados por aquel desenlace, nos quedamos sin decir nada, mirando sin mirar, mientras la vida pasaba por entre nosotros y alrededor nuestro. Cuánto tiempo transcurrió, no lo recuerdo.

Nos fuimos tomados de la mano hasta la esquina de su casa, pero sólo hasta ahí, temiendo que alguien de la familia nos viera. Y nos despedimos con otro beso, tan dulce y tan adolescente como el primero. Y me fui.


Cuando llegué a mi casa, mi mamá se dio cuenta que algo me había pasado, por la expresión de felicidad que yo traía. Y le conté, pero sin mayores detalles. Especialmente evité todo lo referido a la frustrada declaración que había ensayado durante tanto tiempo y que no había recordado ni siquiera un renglón. Mi vieja me escuchó orgullosa, como si yo le hubiera relatado una gran proeza. Y me abrazó y me dio un beso.


Luego me fui a mi habitación a zambullirme en la cama para pensar. Necesitaba ese momento en soledad, con las manos cruzadas en la nuca, tratando de recuperar las imágenes de aquel momento tan lindo: los ojos de mi niña amada, su boca, nuestros dedos entrelazados, la plaza, el entorno…

Ese día fue uno de los más importantes de mi vida. Me di cuenta que estaba abriendo la puerta de otro mundo que me esperaba: el de los amores y las tristezas, el de las responsabilidades y los compromisos; la antesala de la adultez que inevitablemente encontramos cuando salimos del refugio de la infancia.


Claro que fue un día especial. Porque además de darme cuenta que empezaba a ser un hombrecito, había recibido una de esas tantas lecciones que a veces nos da vida.

Aquel día aprendí que nunca hubo ni habrá estrategias eficaces para una primera declaración de amor. Ni mucho menos, protocolos para un primer beso.


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A Hilda la escuchás AQUI

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