http://media.neuquen.gov.ar/rtn/radio/playlist.m3u8 Me llamo Kalpan
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Me llamo Kalpan

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Me llamo Kalpan. O así me nombraban mi madre y la gente de mi comunidad. Viví en lo que hoy llaman Aquihuecó, aunque nosotros no le poníamos nombre a la tierra porque la tierra era una parte nuestra.


El río nos daba peces, los árboles y arbustos nos ofrecían frutos, y las montañas eran los lomos dormidos de la tierra, donde los espíritus se posaban al caer la noche y las estrellas acompañaban nuestro descanso.


Yo tenía once ciclos de lunas, y a esa edad ya podía acompañar a los mayores en las salidas de caza o en la recolección de alimentos. Pero no era rápido, ni fuerte, ni hábil. Mi padre decía que mis ojos miraban más lejos que mis pies. Y tenía razón porque yo era diferente a los otros. Me gustaba observar, pensar, juntar cosas que brillaran al sol. Es cierto que esa era mi debilidad, pero también la fuerza que me ayudaba a contemplar mi entorno y disfrutar esos pequeños mundos que tenemos los niños.


Una vez llegaron caminantes de tierras muy lejanas, hombres con palabras raras y adornos extraños. A cambio de sal y cuero, nos dejaron objetos misteriosos. Entre ellos, mi mamá consiguió un pequeño saco con caparazones de caracolas. Eran suaves, blancas, muy distintas a cualquier piedra. Me dijo que debía cuidarlas porque no eran solo adornos: me contó que guardaban sonidos dormidos que alguna vez se escucharon bajo el agua de otros ríos lejanos muy diferentes a los que mojaban nuestra tierra.


Con ayuda de una rama, les hice agujeros y fabriqué un collar, pero no para mostrarlo, sino para sentir. Y eso hacía. Cuando lo apoyaba contra el pecho, cerraba los ojos y sentía los ecos de la correntada, el ruido de las piedras que arrastraba el agua y me ayudaba a pensar en aquellos lugares de los que me habló mi mamá.


Lo usaba siempre: cuando ayudaba a encender el fuego, cuando escuchaba las historias de los ancianos, cuando me escondía entre las rocas a soñar que viajaba lejos, cuando me dormía esperando que me despertara el sol.


Una mañana de otoño, el frío bajó antes de tiempo y me sentí más débil que nunca. Un calor sofocante me hizo hablar con una voz que no era mía, mientras mi cuerpo no dejaba de temblar y mi frente se mojaba como si estuviera de cara a la lluvia. Algo me estaba ocurriendo, aunque yo no tenía miedo. Era una sensación extraña y algo placentera, como si estuviera preparándome para un viaje largo cargado de aventuras.

Y así cerré los ojos para siempre, al lado de mi madre que lloraba y cantaba, acurrucado al lado de un fogón apretando mi collar de caracolas.


Al otro día, apenas se retiró la noche, me enterraron junto a los otros, los que se habían ido hace mucho y hace poco, en ese lugar sagrado de arena y piedras donde tendría un largo descanso.


Miles de años después, manos cuidadosas volvieron a tocar mi collar y mi cuerpo. Gentes de los nuevos tiempos miraron, estudiaron y se hicieron muchas preguntas sobre mi existencia y aquel adorno con 15 caracolas blancas que tanto me gustaba.


Y aunque ya no tengo voz ni pasos, cada vez que alguien vea mi collar y pregunte por mí sabrá que fui un niño que viví hace miles de años. Pero más allá de las fechas y los estudios, se enterarán que fui alguien que amó, que soñó y que hasta creyó que un puñado de caracolas podía guardar el rumor eterno de los ríos del mundo.



Kalpan y Mario Cippitelli


Nota del autor: Un collar con 15 cuentas de caracol de 4.100 años de antigüedad hallado en 2012 en el sitio arqueológico de Aquihuecó, a 30 kilómetros de Chos Malal, brindó pruebas de la vinculación y el intercambio que tuvieron habitantes del norte neuquino con los de la zona de la Mesopotamia argentina.


El collar estaba junto a los restos de un niño de 11 años, a quien decidí darle vida y le puse un nombre para que nos hable y nos cuente su historia. Y para que nos permita soñar como lo hizo él e imaginar aquel lugar tan antiguo y remoto mucho antes de que esta tierra se llamara Neuquén.

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