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Siempre la memoria viva

Abel Chaneton nunca se imaginó que lo iban a matar esa noche. Justo esa noche en la que había ido con su esposa al teatro. Era el momento ideal para el descanso y el esparcimiento, no para que lo mataran de un tiro en el corazón. Mucho menos en un bar de mala muerte con el nombre “La Alegría”.


Chaneton era un hombre de aspecto intelectual, de anteojos redondos y cara de distraído, pero detrás de esa apariencia frágil había un tipo recio, duro y con carácter, como todos los que vivían en la Neuquén de principios de siglo pasado. “Población de frontera”, dirían los historiadores de manera elegante, pero la tierra era algo parecido al lejano oeste, donde la vida valía poco y hasta la menor equivocación podía costarle a uno la muerte.


Eran épocas de hombres armados. Los pobres, con cuchillos; los de buena posición, con revólveres. Y eran comunes las peleas y los duelos, a veces por una ofensa, una compadreada, una mujer o unas monedas. Lo mismo daba.

Chaneton estaba del lado los hombres justos pero valientes. Había llegado de su Córdoba natal a Chos Malal cuando apenas tenía 21 años. En aquel pueblo hizo de todo un poco. Trabajó en una carpintería, fue telegrafista y hasta alcanzó el grado de Juez de Paz.


Dos años después de que se trasladara la capital a la Confluencia, el joven Chaneton decidió que Neuquén podría ser un buen lugar para vivir. Sabía que en aquel entonces el paraje era apenas un caserío, pero como flamante sede administrativa y de gobierno, crecería rápidamente. Sería también una buena oportunidad de crecer personalmente, ya que era un hombre que había estudiado y tenía una amplia formación. Saber leer y escribir en aquellas épocas era un plus que no muchos podían ostentar. Y así fue que dos años después fue elegido concejal y presidente del Concejo Municipal.


Abel Chaneton, periodista - 1877-1917
Abel Chaneton, periodista - 1877-1917

La vida transcurría sin mayores sobresaltos, aunque con mucho trabajo para quien tenía que administrar aquel pueblo en el que todo estaba por hacer. Emparejar las calles era una obligación que se repetía una y otra vez, de acuerdo a los caprichos de la lluvia y el viento. Mantener limpia la capital, cuidar la higiene, tratar de garantizar los servicios públicos no era nada sencillo. Pero Chaneton tenía un tesón inigualable. Era un tipo terco cuando se le presentaban los problemas y no paraba hasta que los resolvía.


La noche que lo mataron, en ese segundo de vida después de que una bala le partió el corazón, seguramente pensó en todo lo que había hecho y en todo lo que le quedaba por hacer. Y es más que probable que por su mente haya pasado la imagen de su mujer Amalia, de sus hijos y de aquel periódico que tanto amaba que había comenzado a escribir en la nueva capital.

La publicación se llamaba “Neuquén” y mantenía informado al pueblo con las novedades que acontecían en la región. Había noticias sociales, de servicios y también de política, algo que a Chaneton lo apasionaba.


En la pequeña redacción improvisada donde se editaba el “Neuquén”, Chaneton pasaba largas horas aporreando la máquina de escribir. Y esos sonidos de metralla se transformaban en noticias que luego pasarían a un papel a través de una vieja prensa embadurnada de tinta. Era un placer para él, un gusto que se daba. Le gustaba escribir de todos los temas, aunque la investigación y las editoriales tenían su sello particular.

A principios del siglo pasado era muy común el llamado “periodismo de barricada”, muy confrontativo, sin palabras suaves o eufemismos. Era la manera de contar lo que pasaba así sin más, aunque eso molestara a algunos, especialmente a quienes ejercían el poder.


Chaneton venía denunciando hacía tiempo desde aquella barricada intelectual algunas irregularidades que había cometido el gobierno, especialmente con la venta de tierras que se había hecho a partir del traslado de la capital. Pero también había sido muy crítico con el manejo de los fondos públicos provinciales o con el “olvido” del gobierno nacional hacia los territorios que -como Neuquén- tenían “ciudadanos de segunda”. En fin... Cada párrafo era una estocada, una forma de gritar denuncias, una manera de despertar conciencias.


El día que lo mataron, el ambiente en el pueblo estaba más enrarecido que nunca y la tensión se respiraba en las calles. Chaneton tenía previsto reunirse con el presidente de la Nación, el líder radical Hipólito Yrigoyen, para denunciar un múltiple crimen que se había cometido en Neuquén y por el cual responsabilizaba al gobernador del territorio: Eduardo Elordi.

Todo comenzó con la increíble fuga de presos de la cárcel U9, ocho meses antes. Aquel motín y posterior escape había dejado una gran conmoción en la sociedad neuquina, no solo por lo sangriento que fue y por las víctimas que quedaron en el derrotero de los evadidos, sino porque había culminado con una masacre que parecía injustificada.

Ocho de los 16 presos que se refugiaron en el paraje Zainuco, en cercanías de Zapala, habían sido asesinados a sangre fría. No había sido un enfrentamiento como dijo el entonces Jefe de la Policía, sino una ejecución planeada.


A Chaneton se lo había contado Félix San Martín, un vecino que tenía su propiedad en inmediaciones del lugar de los hechos. Cuando este hombre pasó por allí y encontró los cadáveres de los presos comprobó que estaban atados y tenían un tiro en la cabeza. ¿De qué enfrentamiento hablaba el gobierno? ¿Por qué razón los mataron?


Una de las hipótesis era que el día de la captura, el 30 de mayo de 1916, dividieron a los reos en dos grupos: los que estaban bien de salud y los que habían quedado heridos luego del tiroteo en el momento que los sorprendieron. Y que esta acción despiadada podría haberse cometido por el simple hecho de que aquellos tipos eran una carga para el retorno a la cárcel. De ser así, hubiera sido un acto de crueldad imperdonable, por más que todos los fusilados -excepto uno- tenían condenas por homicidio y eran peligrosos.


La noche que lo mataron, Chaneton había ido al teatro con su esposa. En un intervalo del espectáculo, Cesáreo Fernández Pereiro, su amigo y colaborador, llegó corriendo para decirle que ciertos tipos estaban en el bar La Alegría. Los dos sujetos que había nombrado eran Carlos Palacios y René Bunster, a quienes odiaba profundamente.

Palacios era el director de un diario de Allen que se llamaba “El Regional” y que defendía con uñas y dientes la actuación de la Policía en Zainuco. Y no era sólo eso. Además, deslindaba de responsabilidades al gobernador Elordi por aquella masacre. Bunster era un periodista que había trabajado con Chaneton y que luego renunció para pasar a la redacción de la competencia. Para el periodista, era un traidor con mayúsculas.

Chaneton despreciaba a ambos con toda su alma, no sólo porque tergiversaban lo que había pasado en Zainuco, sino porque además él en persona había sido blanco de editoriales muy duras que ponían en duda su honra y su hombría. Y eso, en esta “población de frontera” o en el lejano oeste, era inaceptable.


Los cruces de críticas de un diario a otro fueron subiendo de tono. Desde Allen llegaban los bombazos camuflados con papel; de Neuquén respondían con igual vehemencia.

La noche que lo mataron, Chaneton se sorprendió cuando su colaborador le informó la presencia cercana de aquellos hombres. No hizo caso a los ruegos de su esposa para que se calmara. Palpó el revólver que siempre lo acompañaba y salió corriendo hasta el lugar donde estaban sus enemigos. Iba furioso, desbocado, pensando en aquellas publicaciones difamatorias, como si no le hubiese importado nada más en el mundo que aplicar su propia justicia contra aquellos insolentes sin moral y sin honra que lo desafiaban desde la impunidad. En los últimos metros corrió más rápido, alimentado por su bronca, enceguecido.


El bar La Alegría era un sucucho de mala muerte que frecuentaba gente de toda calaña. Quedaba cerca de las vías del ferrocarril, en la intersección de la Avenida Olascoaga y la calle Mitre. En ese espacio los infelices ahogaban las penas con aguardiente, los jornaleros buscaban algo de distracción después de la agotadora rutina laboral, y los tipos de mala vida intentaban sacar provecho de cualquier situación para ganar algunas monedas. En varias oportunidades se habían desatado peleas a golpes y a cuchillo que terminaron de la peor manera. Cualquier razón parecía buena, especialmente cuando avanzaba la noche y el alcohol se hacía poco. Así era el bar La Alegría.


La noche que lo mataron, Chaneton abrió la puerta del boliche con un golpe, entró y buscó con la mirada a sus enemigos. Los divisó en un rincón; y ellos a él. Los insultó a los gritos, les dijo de todo, delante de todos.

Palacios sacó de entre sus ropas un revólver calibre 32 y disparó cuatro tiros, pero su mano temblorosa le jugó una mala pasada. Las balas pasaron cerca de su blanco y se incrustaron en la pared. La respuesta del periodista neuquino fue similar, pero certera: tres plomos impactaron en el cuerpo de su enemigo, que cayó herido de muerte.

Bunster miró aterrado a su amigo moribundo. Desenfundó su arma y disparó tres veces. Tal vez por la rabia, la sorpresa o el miedo, su puntería también falló. Y en un segundo se zambulló en busca de refugio.


El bar que hasta ese momento era un lugar tranquilo donde sólo se escuchaban charlas y risas, se convirtió de golpe en un caos. Los parroquianos se tiraron al suelo, mesas y sillas quedaron patas para arriba, vasos y botellas terminaron destrozados en el suelo. Nadie entendía qué estaba pasando.

Chaneton intentó salir del lugar, pero desde afuera un sargento de apellido Luna, que oficiaba de guardaespaldas de Palacios y Bunster, también le disparó tres balazos sin acertarle.


Todo hacía parecer que la suerte estaba del lado del neuquino. Le habían gatillado unas diez veces sin haber sufrido siquiera un rasguño. Pero no tenía mucho que festejar. Y las preguntas le llegaban como una catarata. ¿Qué pasaría con él a partir de ese momento? Había asesinado a una persona que, encima, todos sabían que era su enemigo. ¿Sería motivo suficiente para que las autoridades de gobierno que él tanto había criticado lo pusieran tras las rejas? ¿Qué sería de su familia si lo encarcelaban?


Confundido y asustado, Chaneton atravesó todo el salón esquivando mesas y sillas para llegar a los fondos del boliche, que tenía una salida alternativa por otro lugar. Avanzó por un pasillo exterior hasta llegar a la calle y por un momento se calmó y aspiró un poco del aire fresco que llegaba de afuera. Luego se asomó a la derecha y vio a toda la gente saliendo del bar en estampida por lo que había pasado. Cuando giró su cabeza hacia la izquierda para ver si podía seguir su ruta por allí, divisó una silueta entre las penumbras. El sargento Luna había adivinado su escape y lo estaba esperando agazapado en la vereda. No tuvo tiempo para nada. El policía le apoyó el revólver calibre 38 en el pecho y disparó: un plomo le atravesó el corazón. Aquella suerte pasajera se había terminado para siempre, a los 40 años.


La noticia sobre la muerte de Chaneton generó un tremendo impacto en el pueblo neuquino, que recién comenzaba a recuperarse de la fuga de la cárcel y del fusilamiento en Zainuco. En las calles, oficinas, comercios y boliches no se hablaba de otra cosa. Algunos sostenían -con cierta lógica- que había sido una emboscada que le habían tendido y que detrás de todo estaba el gobernador Elordi. Argumentaban que, conociendo el carácter del periodista, era seguro que reaccionaría como lo hizo y que en aquel bar lo estaban esperando para asesinarlo. Su familia avala hasta el día de hoy esta hipótesis. Pudo haber sido así; tal vez no.


Lo importante es que su nombre quedó en la historia, junto a sus valores y la admirable valentía que tienen las personas con agallas.

En una de las pocas fotos que quedan de él se lo puede ver con sus anteojos redondos, su mirada tristona, su cara de despistado, su aspecto de intelectual frágil y sereno.

Pero las imágenes son solo eso: imágenes. Y a veces engañan.


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