Amor, el sacudón de la vida
- La Yapa
- 15 feb
- 2 Min. de lectura
Actualizado: 16 feb
En este preciso instante en que me dedico a escribir algunas letras, muchos enamorados están festejando su día, el "Dia de San Valentín", santo que los protege y alienta.
Quiero rendir un homenaje al enamoramiento, que creo, es un estado de gracia, es decir un estado fuera de control, como si se viviera en una nube sin saber muy bien que se está en ella.
Ese enamoramiento es el que se introduce en el cuerpo y se siente síntomas raros, como “los pajaritos en la panza”(¿), transpiración en las manos, mareos intermitentes, insomnio, ansiedad, la mirada fija sobre el teléfono, voracidad o falta de apetito y algunas cosas más que ya no recuerdo.
Él me esperaba en la Estación de Bernal, a la llegada del tren que me traía de la capital, donde estudiaba en el Colegio Normal de Señoritas Nª 3 (o 5). Yo tenía solo 14 años, él 21, su nombre: Osvaldo, era el Campeón Sudamericano de ciclismo. Alto, delgado, pelo negro, ojos verdes, bello de belleza total.
Durante el trayecto, acompañada con las chicas amigas, me preparaba atacada de un nerviosismo particular, me apretaba el cinturón del delantal hasta dejarme sin respiración, pero con la cintura pequeña, me pintaba los labios y trataba de sujetar al corazón que se me escapaba por la ventanilla del tren. Llegaba, y estaba ahí con la imponente figura de un Adonis y la mirada puesta sobre el bullicio de la gente entre la que me encontraba yo como un pájaro azotado por el viento. Abrazados y tomados de la mano caminábamos sin apuro, deteniéndonos para repetir el abrazo y conmovernos con la mirada y otra vez, y otra vez.
Hablábamos de sus carreras, sus aventuras deportivas y yo apenas balbuceaba alguna anécdota de la escuela mezcladas con algunas domésticas. Cada abrazo era un: te quiero, como un susurro colgado del miedo a sentir que era cierto. Lo amaba a cada paso, y él también a cada paso me amó. Teníamos el coraje de desafiar el horario que mis padres imponían para mi llegada a casa y yo sentía que en esa insolencia estaba todo lo que debía estar para librar la batalla de convencerlos de mi felicidad recién inaugurada.
Osvaldo, el que abrió las puertas del primer beso, el que dejó la huella del primer desencanto, el que se quedó en el recuerdo del primer grado en la escuela del amor.
Hay muchos enamorados festejando, recordando, añorando, esperando, deseando, olvidando, esos trazos que dibuja el amor en nuestras vidas.
Nada es parecido a todo lo que entra en nuestro cuerpo cuando llega ese primer amor, lo sacude y lo templa para siempre. Digo.
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