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El viejo de la casa de enfrente


Por Mario Cippitelli


El viejo que vivía en la casa de enfrente tenía un carácter de mierda. Al menos ese era el comentario que tenía de él la gente de la cuadra. La mayoría (hasta mis compañeros de trabajo) decía que estaba loco y que se la pasaba protestando y peleándose con todo el mundo por cuestiones simples o superficiales que, en realidad, no valían ni el más mínimo enojo.


A mí me costaba creer aquellos comentarios porque conmigo el viejo siempre tenía un buen trato y hasta se quedaba unos minutos charlando de cualquier cosa cada vez que sacaba a su perrito para dar unas vueltas a la manzana y me encontraba en la vereda de la radio.


Tal vez su humor cambiaba de golpe por eso: Las caminatas con su amigo fiel a la mañana o al mediodía, la salida de su encierro solitario, los propios vaivenes emocionales de la vejez… quién sabe. Pero la imagen de viejo cabrón no se la sacaba nadie.


Después de varias semanas sin verlo, una mañana mientras yo estaba en la vereda, cruzó la calle para charlar conmigo Aníbal, otro viejo que tiene el taller al lado de su casa; un hombre amable y de trato cordial que también había desaparecido unos días debido a problemas de salud.


Él fue quien me dio la noticia después de explicar su ausencia y los tratamientos médicos que tuvo que afrontar. Me contó que el viejo cabrón ya no vivía más al lado de su taller porque su familia (supongo que fueron los hijos porque él estaba solo) decidió internarlo en un geriátrico porque ya no andaba muy bien de la cabeza, lo que confirmaba la teoría del vecindario sobre su locura y aquellos arrebatos de rabia que -cada tanto- solían sacarlo de quicio por nada.


Aunque ni siquiera sabía su nombre, no pude evitar la pena. Le dije que me parecía injusto, que ninguna persona, por más loca que se encuentre, merecía terminar sus días de esa manera; que más allá de esos episodios, él tenía momentos de mucha lucidez y buenos modales y que yo mismo había podido comprobarlo en esas charlas casuales. Pero no alcancé a terminar mi reflexión porque Aníbal me interrumpió.

- No te preocupes. Según me contó su hijo, él está muy contento… y te diría que hasta le cambió el humor porque ahora está más acompañado y encima le dejaron que se llevara el perro. Parece que es una internación de puertas abiertas porque hasta sale a caminar por el barrio y anda en bicicleta. Al final le hizo bien, dijo Aníbal. Luego se despidió con una palmada en mi hombro y su amabilidad de siempre.


Me quedé un rato más en la vereda aprovechando que el sol del otoño ya comenzaba a acariciar el barrio. E inevitablemente seguí pensando en esta pequeña historia que me había enterado de casualidad y que realmente me había conmovido.


Entendí que, a veces, lo que uno percibe como una injusticia es simplemente miedo a la soledad ajena, un reflejo del propio temor a desaparecer sin que nadie se dé cuenta. Acaso una reacción defensiva frente a la invisibilidad repentina y cruel o al sentimiento de soledad a espaldas del mundo.


Pero me hizo bien saber que el viejo cabrón estaba bien. Me lo imaginé en su nuevo barrio y su nuevo entorno, caminando despacio y lanzando alguna puteada al aire para no perder su esencia de loco cascarrabias.


Por un momento me pareció verlo paseando y hablando con su perro inseparable; tal vez el único amigo de verdad que lo acompañaba; seguramente el único que lo comprendía, lo quería y escuchaba.

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